FORASTEROS DEL HOTEL NIZA
CAPITULO PRIMERO
-¡Ya, ya,ya voy… Ya voy… Qué, qué horas de llegar!
Refunfuñando, Chinche se dispone a abrir la puerta del Hotel Niza. Aquel hombre terminado a medias, sudoroso y algo excitado, salta presuroso de su hamaca guindada en pasillo oscuro y húmedo que permite el acceso al pequeño hotel de paso; en donde trabaja como portero desde hace más de cuarenta años. Como un ritual, todas las noches cuelga su hamaca en el estrecho pasadizo, en espera de abrirle la puerta a los trasnochados transeúntes que se alojan en el hotel Niza, enclavado en el centro de la ciudad de Villavicencio, pequeña y floreciente población en la cabecera del llano colombiano. El apodo de Chinche, nadie recuerda en qué momento lo mereció apareció ni desde cuándo obedeció a su llamado. Reconocido y popular por buena parte de los pobladores de Villao, sobre todo por los viajeros transeúntes de paso a llano adentro o de éste camino de la capital.
De baja estatura, no más de uno con cincuenta, caminaba balanceándose en sus minúsculos pies planos y callosos. Su musculatura exuberante dejaba ver la fortaleza de un hombre trabajador. Con frecuencia, los muchachos juguetones se mofaban de su gran cabeza cubierta por una inusual “matorral” de cabellos negros y blancos parados como un puercoespín. Le gritaban: ¡”Chinche”! y salían corriendo a perderse, porque el malhumorado hombrecito emprendía de inmediato, una rabiosa persecución tras los pilluelos; vociferándoles groserías que sonaban graciosas en medio del tartamudeo y la fatiga dejada por las súbitas e intensas carreras.
Evangelista fue su único nombre de pila, pero su apellido hasta por él fue ignorado. Vivía casi siempre con una afable sonrisa a flor de piel, que dejaban entrever sus dientes escasos desordenados y corroídos, que hacían de su risa algo inolvidable que rayaba entre el miedo y lo pueril. Fue todo un “campeón” del juego de la coca; se le veía por el hotel con su gran coca roja haciendo alarde de su habilidad “encocorándola” con gran facilidad desde cualquier e incomoda posición, siendo reconocido como todo un diestro que practicó desde muy chico.
Aurita de Vargas lo recibió en su pequeño hotel, desde muy niño, cuando una tarde lluviosa de Abril, de los años cuarenta, al parecer una familiar lo dejó abandonado en la posada. Desde el primer momento el corazón de la dueña lo recibió como miembro del hotel. Pronto lo llevó sin éxito a la escuela más cercana, pero su protectora más tardaba dejándolo sentado en el pupitre de la clase, que él en volverse enojado y cabizbajo al hotel. Quizás el “matoneo” burlesco que desde chico recibió por su peculiar presencia y la charla entrecortada y asustadiza. Aurita resolvió no insistir más en su educación y decidió enseñarle el funcionamiento básico y cuidado del pequeño hostal de paso, del que era su propietaria; localizado a una cuadra de la famosa plaza de Los Centauros, sede del popular Festival de la canción colombiana. A espaldas de la cuadra, el célebre teatro de cine “El Cóndor”, se levantaba a un costado del parque Santander. Su atractivo vecindario y la atención familiar que siempre dispensaba hacían que tuviese buena acogida entre los forasteros y viajeros de la región. Doce sencillas habitaciones colindaban a un gran comedor común rodeado de una pared que no permitía ver a los comensales desde las habitaciones mientras devoraban la exquisita comida que preparaba la negra cocinera venida del sur del país.
Chinche ejercía la función de portero muy a “pecho”, como si fuese el propio dueño del hotel. Los pasajeros se fueron acostumbrando a los “interrogatorios” que solía hacerles cuando llegaban a alojarse o retornaban a sus destinos. Algunos clientes perdían un tanto la paciencia ante sus intentos de entablar conversación, no sólo porque salían de prisa o llegaban tarde en la noche, queriendo solamente encontrar una almohada cálida, sino por la lentitud en su hablar y la repetición de palabras quedando con frecuencia sin entender bien lo que les decía. Pero quienes tuvieron la suerte de cruzarse sin prisa en su camino, conocieron su faceta de vida alegre y plena concordante con su austera existencia. Los comensales quedaban sorprendidos de los cuestionamientos profundos y lacónicos que acostumbraba hacerles, sorprendiéndose del supuesto retardo mental que su apariencia y comportamiento insinuaban.
Don Eduardo Espinel, gran hacendado llanero, gustaba de estar un par de días en el hotel, antes de ir a darle vuelta a sus fincas abajo de Puerto López. Llano adentro poseía una gigantesca finca, de más de cinco mil hectáreas llamada “la Argentina”; centenares de cabezas de ganado pastaban por aquellas interminables llanuras de cielo y paisaje, sin que llegase a conocer con certeza el número real de vacunos que pastaban en sus terrenos.
A las afueras de Villao, atravesando el puente sobre el río Guatiquía, y pasando “pozo azul”, se encontraba su otra hacienda Nancy-Landia, llamada así en honor a su única hija.
Chinche le tenia una especial admiración o quizás temor, desde que supo que Eduardo era cuñado de Aurita, su patrona. Este “llanero” nacido en Choachí, pueblo del oriente Cundinamarqués, estaba casado con la hermana menor de Aura. Leonilde reconocida como un apasionada y voraz militante del “glorioso partido liberal” la colocaron a distancia de sus paisanos llaneros desde muy joven. Por largo tiempo, ella y su esposo Eduardo manejaron la agencia de El Tiempo, principal periódico partidista del país.
Aquella madrugada cuando aún no despuntaba el sol en el horizonte, se insinuaban tenues tonos de luces violáceas, que pronto inundaron de lozanía la inmensa llanura…Chinche escuchó el cierre de la ducha en la habitación número uno, que le anunciaba la inminente partida de Eduardo; despeinado y ojeroso se mecía silencioso en su viejo y grasoso chinchorro, listo para atrapar al vuelo las últimas cucarachas que solían revolotear su cabezota en el amanecer. Los asquerosos animales habían establecido una singular convivencia con nuestro personaje. Entrada la media noche, uno que otro de esos animalejos comenzaba sus vuelos torpes estrellándose con el cuerpo del hombrecillo protegido por la polvorienta lona de su chinchorro. Uno que otro lograba entrarse en su cuerpo sudoroso iniciándose tremenda pelea, vociferaciones agresivas eran seguidas de saltos de la hamaca, acompañadas de manotadas y rasguños en búsqueda de la osada cucaracha, que terminaba despedazada entre sus torpes y gruesos dedos o en el mejor de los casos para ella, quedaba mal herida saltando despavorida por el zaguán y así protegerse de la furia de su víctima, que en segundos había cambiado los ronquidos por una persecución fatal. Cuando en las mañanas, el genio del buen hombre estaba irritado, todos en el hotel sabían que la lucha con los infernales insectos había sido intensa y prolongada.
- Pa, para don dóndede va?
- Pues para mi hacienda, la Argentina. –Le contestó Eduardo.
- ¿Le, lejos de de aquí…?
- ¡Bien abajo del río Meta ¡
Chinche mirándolo con detenimiento y esperando se acomode el sombrero vaquero, le dice:
- ¿Y qué qué bus busca allá?
- Pues, lo que toda persona pretende de sus negocios: ¡pues dinero!.- Lo toma por sorpresa la pregunta del portero. Quizás era tan obvia que lo dejó pensativo.
Ya se disponía a salir cuando el portero quitando la tranca de la puerta le dice:
- ¿Pe, pero pa para qué qué más…? Que le, le va va ya bien. A di o…dios.
Levantando su mano se despide del portero, mientras este cierra la pesada puerta. Su rostro refleja los tenues visos del aviso de neón del hotel Niza que aún permanecía encendido.
Dándole vueltas la pregunta del jorobado, Eduardo va tras de su chofer para iniciar doce horas de travesía por llanuras, firmamento y morichales. En partes del camino, la trocha los lleva por lo que fueron anchos y generosos ríos, que en esos tiempos de verano permiten el tránsito a los intrépidos viajeros, ya que algunos de sus causes se convierten en delgados e inofensivos caños de agua, que dibujando formas caprichosas avanzan entre las piedras, buscando ansiosos volver a crecer pronto, gracias a las nubes invernales que les permitirán llegar a su desembocadura engrandecidos, y así poder penetrar vitalizando las amadas e inmedibles tierras, que alucinan terminar en donde el sol de venados descansa al caer en el ocaso. Al final de la larga jornada, ante sus extenuados ojos, aparece la casona de la hacienda, y con ella quedaron atrás riachuelos y hondonadas, en donde el rugir del motor parecía estallarse al tratar de superar los baches retadores del tortuoso sendero iluminado por la calurosa luz sabanera.
Para Eduardo, como era costumbre, su primera acción fue guindar su hamaca en el corredor frontal de la ajada casona, cuyas paredes sombrías eran testigos como sus huéspedes habituales, los murciélagos, ratones, sapos y una que otra víbora o alacrán, huían temerosos ante la llegada sorpresiva del llanero. Con uno de sus brazos haciendo de almohada, mientras que con el otro fumaba placenteramente un Pielroja, su cigarrillo preferido. Eduardo de piel arrugada y curtida, se dispone al descanso, mientras deja volar sus pensamientos, que como las aves migratorias se extravían en la inmensidad de la llanura, acompañados del sonoro croar de los sapos cantores, y de las chispas fugaces que dejan al revolotear las luciérnagas, enmarcados por el sonido perenne de los grillos, que los convierten en centinelas de la noche.
Las tinieblas invasoras de la noche protegen el descanso de sus singulares moradores. En las noches sin luna, la oscuridad se ahonda en peligrosa complicidad intimidando a sus huéspedes. Algunos tímidamente se disponen a ocupar las madrigueras y guaridas para protegerse de sus depredadores quienes aguardan sigilosos el instante perfecto para el asecho de sorpresivas y fatales contiendas libradas entre animales que pretenden sobrevivir una noche más, en aquella tierra sin final; entrelazándose haciéndose una con el selvático verdor de los confines sur-orientales del país, y compartiendo con la jungla el descanso peligroso de la penumbra.
La noche se viste de confidente trayéndole el recuerdo de su hijo, que convive en su sentir desde su partida prematura… Hugo, el hijo menor, falleció trágicamente, mientras viajaba de la capital a Villavicencio. Hasta entonces, Eduardo nunca pudo aceptar su sorpresiva desaparición. Las épocas invernales solían hacer estragos en la tortuosa y mal trazada carretera al llano. Llegando a Quebradablanca, el tránsito vehicular con frecuencia se detenía forzado por los permanentes derrumbes que obstruían la vía, formando interminables colas de carros, camiones... Hugo movido por su impaciencia innata y los deseos de llegar pronto a casa, abandonó el taxi en que viajaba y caminando continuó el descenso, dejando atrás centenares de autos inmovilizados en espera de poder continuar el viaje. Un par de kilómetros después del pequeño puente obstruido, una camioneta lo recogió obedeciendo a su solicitud y acomodándose en el platón trasero, dichoso continuó el viaje. El destino fatal lo esperaba camuflado de accidente, cuando al esquivar un carro que subía a velocidad hizo que la camioneta colisionara contra un barranco; a medio camino, Hugo mortalmente herido perdió la vida… Allí, en un instante, quedó la juventud y devenir promisorio de su hijo predilecto. Eduardo perdió lo que tanto gustaba de su hijo: su alegría perpetua, ese optimismo contagiante y su charla jovial y cálida que siempre compartió con todos los que tuvieron el placer de conocerlo.
Dormitando en medio del arrullo de la hamaca, los recuerdos perennes de su hijo se van entrecruzando hasta conciliar el sueño acosador.
Amanecer llano adentro es una vivencia hermosa sólo entendible para los afortunados que nacieron en aquellas bastas planicies. El despertar de animales quienes al unísono quieren rendirle gratitud a su dios sol por el nuevo día, hacen de sus cantos la más exótica sinfonía matizada con pinceladas tenues regalo de la alborada solar; la brisa fresca zarandea el follaje de los arboles, esparciendo el aroma inolvidable de la aurora. El riachuelo que pasa por el costado de la casona, lo invita a sumergirse en sus intimidades… al primer chapuzón, el viejo llanero salta sin suspirar y su respiración se detiene súbitamente al contactarse con el agua refrescante del amanecer. Las caprichosas espumas de jabón avanzan silenciosas por el cauce hasta que a lo lejos se hacen parte del agreste paisaje. Apropiándose de la energía que mana de todo aquel maravilloso entorno, Eduardo se dispone a recorrer a caballo su hacienda en compañía del mayordomo.
Añoraba pisar y oler su tierra. “La Argentina “es una hacienda especial, centenares de hectáreas de pastizales, riachuelos, lagos y morichales tupidos de parásitas y lotos en flor, está habitada por ganado vacuno que huyen asustados al percibir la cercanía de los vaqueros que cabalgan plácidos por la llanura; mientras, van censando uno a uno las hembras, los novillos, el horro y cada uno del ganado que sobreviven y crecen rastrojeando la hierva del profundo llano.
Pronto el sol en su cénit todo lo invade con un calor intenso y sofocante. Pedro divisa a lo lejos la casa de sus compadres, sugiriendo parar allí con la esperanza de disfrutar del singular guarapo fresco conservado en tinaja de barro, acompañado con carne de becerro oreada que solían ofrecerle. Después de comer, sin importar a dónde llegara, Eduardo siempre buscaba una hamaca, y dormitar una corta siesta acompañada del frecuente manoteo espantador de zancudos que solo revoloteaban la cercanía de su piel encontrándola inmutable y curtida. Algo descansados, los vaqueros se disponen a continuar la jornada bajo las nubes protectoras del sol cae generoso sobre ellos como el más fiel de los acompañantes.
Los resultados del conteo de las reses dejan al viejo un tanto preocupado, porque los pronósticos al parecer, no se han cumplido. diez meses después del último censo, deberían existir decenas de cabezas más de las encontradas hasta ese momento; algo estaba pasando. El mayordomo acomodándose en la montura y levantando los hombros con un dejo de desconcierto, no supo darle una explicación satisfactoria. El abigeato comenzaba a hacer daño en aquellas tierras, comentaban los llaneros vecinos, responsabilizando de los robos del ganado a hombres armados, quienes vestidos con prendas similares a las del ejército, decían necesitar ese dinero para organizar y financiar su guerrilla e unirse a otros grupos de la región y así lograr derrocar al gobierno y tomarse el poder.
El sol de venados caía majestuoso en los confines del llano, acompañando a los vaqueros que a paso lento reciben los rayos sobre sus espaldas sudadas, dejando largas y escuálidas sombras en el andar de regreso a las pesebreras. Eduardo, cabizbajo en medio del cabalgar revisa una y otra vez las cifras del ganado censado. Hasta la belleza del paisaje se opaca ante el sentimiento de impotencia y fracaso que lo embarga. Pensó por un momento, sacar de allí todas las reses, rematar los lotes de vacunos a lo que dieren y olvidarse para siempre de la hacienda. La terrorífica presencia de la guerrilla terminaría con invadir todo lo que cubría ese sol sabanero que se posaba sobre sus tierras. Fueron muchos los esfuerzos hechos durante años para formar y mantener la hacienda, el patrimonio familiar cuando él ya no estuviese. Intuía temeroso que sus sueños iniciaban el despertar…; las extenuantes distancias, el creciente poder de los violentos y la ausencia de la autoridad en la región, se confabulaban para dar por enterradas sus ansias y apegos de vida .
Recordaba lo que el hombrecito en el zaguán del hotel Niza le preguntó antes de salir. ¿Tanto dinero para qué? El viejo sabía que su vida y la de los suyos podían continuar apaciblemente, aún con la perdida de la Argentina; lo que le dolía iba más allá de esa realidad, ya que su corazón desde muy joven lo había endosado al servicio del “dios oropel”; quizás por ello se sintió herido de muerte.
La noche llegó acompañada del chinchorro, su irremplazable Pielroja y un par de copas de aguardiente llanero bien anisado, para espantar los zancudos y algunos fantasmas de la indignación;
el sueño sólo arribó en compañía de los primeros sonidos acariciados por las brisas mañaneras.
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