CAPITULO TERCERO
Serían los primeros días de diciembre del año cuarenta y cinco, cuando el doctor Esteban Rodríguez Cifuentes llegó a Villao con ánimo de corroborar sus tesis sobre un par de enfermedades tropicales, que tanto agobiaban a la población pobre del país. El llano era uno de los entornos precisos para sus investigaciones. Arribó al pequeño hotel Niza por recomendación de su esposa, Irene Pescador, quien guardaba lazos familiares con Aura de Vargas, la dueña del pequeño hotel.
Con la gabardina colgada en el brazo, la corbata ligeramente suelta con el botón de la camisa libre, toca en forma repetida el portón de la posada. ¿Qui quién es? Pregunta el portero. Gracias. Esteban Rodríguez. Ya ya..le le a abroo. Chinche no estaba habituado a recibir a personajes como aquel médico. Elegantemente vestido de sombrero negro, vestido de paño y zapatos de cuero hacía sentir calor a cualquiera que se le acercara.
Esteban había nacido en una pequeña población de Cundinamarca, célebre por ser la cuna de la valiente Policarpa Salavarrieta, luchadora de los derechos de los criollos ante el régimen español de la colonia. Guaduas, enclavada en medianías de la cordillera oriental, supo reconocerlo como uno de sus hijos predilectos, colocándole un busto perenne en una de sus plazas públicas. ¿Aura estará?. Cla claro sí siga… le dice sin dejar de mirarlo con extrañeza. Por favor, avísele. Gracias.
Sin decirle nada el hombrecillo se adentra en la posada. De regreso, Chinche le invita a seguir a la pequeña sala ubicada en el pasadizo principal al frente de la habitación de Aura. Y ¿us usted qué qué ha hacece? , sentándose en su gastado banco de madera en donde solía hacer la siesta. Soy médico e investigador. ¿Pa para qué? Pues… para… En esos momentos los sorprende la dueña del hotel saliendo de su almacén de ropa infantil que estaba comunicado con su cuarto y éste con la salita de espera. Con la gentileza de siempre, Esteban se levanta del asiento para tenderle la mano.
La última vez que se habían visto, no lo recordaban muy claramente, pues habían pasado más de treinta años de aquel cumpleaños de la esposa en Sibaté. -Aura, quisiera estar unas semanas aquí en su hotel, mientras realizo algunos estudios de mis medicamentos en pacientes de la region. Esteban, con mucho gusto. Ésta es su casa. Aurita le dijo mientras botaba una densa bocanada de humo por sus narices. Mil gracias. Lo acomodó en la habitación más amplia, aledaña al baño comunal.
Chinche se mostraba inquieto al tardarse en salir para su partido de tejo. El habitual y compulsivo rascado de cabeza, acompañado de un caminado corto, ida y vuelta en el mismo sitio, indicaban que el desespero estaba llegando a su tope. Desde hacia varios años su afición por el juego del tejo (Turmequé) lo había convertido en una estrella de la asociación de jugadores de tejo del Mortiño. Su singular forma de jugar hacía del partido todo un acontecimiento divertido.
Mientras organizaba en la cómoda parte de su equipo médico, merodeaban por su mente los dolorosos incidentes del encuentro internacional en la ciudad de “El Cairo” (Egipto) del año treinta y tres. Él y el doctor Federico Lleras Acosta, habían sido delegados por el país, para representar a Colombia en el foro Mundial de la Lepra. Por cosas del misterioso destino humano, el doctor Lleras enfermó gravemente del corazón y muere camino de su ponencia médica. Para Esteban fue la primera vez en su vida que la muerte, habitual compañera, lo impactó con dureza. A pesar de la fuerte impresión ocasionada por el repentino fallecimiento de su amigo y colega, logró salir adelante en la reunión médica con los informes, problemas, carencias y demás tópicos de la enfermedad de Hansen en nuestro país. Aún conserva su mejor recuerdo de aquel apasionante país, cubierto de arena y de orígenes de la civilización, muestra la foto en donde él, elegantemente vestido de corbata y sombrero negro, está sentado sobre un camello con espléndidos aperos, teniendo de fondo la gran pirámide de Keops.
En una caja cuidadosamente protegida, traía los medicamentos, elaborados por él en su propio laboratorio casero, que formularia a pacientes llaneros con enfermedades estigmatizantés como la lepra y la tuberculosis. Chinche no dejaba de observarlo concentrado en cajitas de medicamentos y libros. Esperó que estuviese un tanto desocupado y a través de la puerta abierta de la habitación le dice: ¿do doctor. A qué qué en enferfermos, us usted cu cura? Bueno… pues trato de hacer una medicina para los que sufren de una terrible infección del pulmón que termina por matarlos. ¿Y yo yopu puedo su sufrirla? Desafortunadamente, sí. Este bacilo de Koch crece y se hace destructor en los pulmones de muchos pobres, sobretodo los que se alimentan y viven mal… Por un momento el médico se queda pensativo al caer en cuenta de las conversaciones que se han suscitado con aquel hombre especial. El galeno sintió deseos de que lo entendiera y que sus palabras fueran comprendidas por el portero, al fin y al cabo su trabajo estaba dirigido a seres como Evangelista.
Continuó interpelándolo el hombre de la cabeza grande. ¡Ma malo que que no nososotros so solo la la su sufra framos. ¿Por por porqué? Porque la pobreza es el nido de muchos de los dolores de los hombres. Sé que no debiera ser así. .. pero el hambre, es como usted, el más importante portero del cuerpo y le abre o no la puerta a gran cantidad de enfermedades y desdichas, sin que la persona lo desee. Hace que las defensas del cuerpo se debiliten, dejando así que fácilmente entren los enemigos del cuerpo y destruyan partes de él. ¿O o sea que se ser po pobre es es estar en enferfermo? Esteban se turbó en un momento y no supo qué decir. Sabía que Chinche tenía razón. En nuestro país la pobreza ha sido la peor y más difícil enfermedad social que hemos padecido. Está acabando con la vida de la nación a través de sus síntomas: la violencia, la delincuencia, la desigualdad… así como la T.B.C. minaba poco a poco la salud del enfermo hasta llevarlo al caos; la pobreza, de seguir las cosas como van en Colombia, nos llevaría a la crisis total. Desde el inicio de sus estudios de medicina en la Universidad Nacional, lo había entendido así. Por eso quizás dedicó sus días a la lucha contra enfermedades nacidas de la miseria.
Los puestos de salud, las casas de los corregidores y puestos de policía fueron los sitios de convocación a los enfermos de la región. Con fonendoscopio al cuello, un pequeño microscopio, su afinado examen clínico y su propio arsenal de medicamentos, el doctor Rodríguez se dispuso a internarse en la llanura por seis arduas semanas, en búsqueda de pacientes que se pudiesen beneficiar con sus medicamentos. Años atrás, motivado por el aumento de las secuelas de la lepra, las pérdidas de extremidades, deformidades faciales y deterioro de nervios periféricos, resolvió internarse en el leprocomio de Agua de Dios, jurisdicción del Nilo (Cundinamarca) localizado a unas tres horas de la capital. Allí convivió con la comunidad enferma, estudiándola, analizando su hábitat, sus carencias, los medios de contagio y tomando muestras para biopsiar las diversas lesiones, en sangre… para sus estudios buscando diseñar alguna medicación que pudiese controlar estigmantizante enfermedad.
Fue así como en Bogotá en la Carrera 5 entre calles 21 y 22 en donde fue su residencia por varios años, organizó el primer laboratorio de investigación farmacéutica. A los dos años nació Hansenol, el primer medicamento elaborado en el país para la lucha contra la repudiada enfermedad de Hansen. Pronto el medicamento fue conocido, aceptado y formulado a nivel internacional. Oficinas del laboratorio fueron abiertas en las principales ciudades del mundo médico de entonces, Nueva York, París y Londres. En la capital del mundo llegó a tener una importante demanda a través de innumerables fórmulas médicas. Las dificultades no demoraron en aparecer. El transporte por barco, único medio en esos momentos para el envío de los medicamentos, carecía de eficiencia en las entregas. La oficina de París no hacía más que protestar por el incumplimiento de los cargamentos recibidos. Durante 15 años permaneció la producción en su casa en Bogotá. La necesidad de ampliar el espacio del laboratorio ya que otros productos se estaban elaborando, decide trasladarlo el fuera de la ciudad. Sibaté, un pueblo al sur-oriente de la fértil sabana de Bogotá, además, fue el lugar escogido por el galeno para vivir con Irene, y sus cinco hijos. La finca de “SantaTeresa”, a las afueras del pueblo sabanero. Allí, en medio de potreros y pastizales para la cría, de ganado de leche, Holstein y Normando y la siembra de árboles frutales, ciruelos, peros, manzanos y parpayuelas construyó a la parte sur de la hacienda, en el sector llamado “Sucre”, su laboratorio de investigación farmacéutica. Para entonces el “Teotizil” y el “Hansenol” ocupaban casi la totalidad de la producción del laboratorio. Los fines de semana Irene y su nieto Armando de tan sólo ocho años, pasaban horas felices frente al mechero encendido, sellando las ampolletas que contenían la esperanzadora medicina.
De regreso al Hotel Niza para pernoctar camino de la capital, Chinche alcanzó a notar sus dificultades al oír, al notar que le hablaba y el doctor Rodríguez seguía entretenido en sus papeles sin contestarle. Esteban había perdido más de la mitad de su audición, cuando tomando un curso de tuberculosis en Alemania, su grupo de investigadores fue invitado por el Canciller Adolfo Hitler, para presenciar unas importantes maniobras militares. En el polígono dispararon armas potentes que para ese momento, solamente las poseían los alemanes. El destino lo marcó con tan mala suerte, que al no usar los protectores auditivos adecuados, las fuertes detonaciones le produjeron un daño acústico severo, quedando con una sordera importante. Al llegar a Colombia, se puso en manos de sus más allegados colegas, pidiéndoles que trataran de reversar en algo la pérdida de la agudeza auditiva. Todo fue en vano. Su orgullo y dignidad lo fueron alejando paulatinamente de su actividad científica y médica. Se molestaba mucho consigo mismo de no poder escuchar bien las intervenciones de los ponentes en los foros. Su vida como médico se fue desgarrando en medio del silencio de sus oídos. Fue cuando aprovechando los contactos que realizó en Egipto y en Francia, con personas muy vinculadas al cultivo del olivo, decidió traer de nuevo el árbol del olivo a Colombia, ya que en Villa de Leiva (Boyacá) existían desde los tiempos de los españoles, cultivos de olivos infértiles. Nunca les conocieron un fruto. En pleno corazón de Bogotá, avenida Jiménez con carrera novena lanzo “Olivos de Colombia”, rezaba en el vidrio esmerilado que daba sobre la céntrica avenida. A través de esta dirección comenzaron a llegar al país procedentes de España, las primeras “raíces aéreas”. Los olivos venían sembrados en pequeñas bolsas negras de polietileno. Llegaban a Barranquilla y desde Puerto Colombia subían por más de seis días las aguas del río Grande de la Magdalena, hasta desembarcar en Puerto Salgar (LaDorada ). Desde allí por tierra terminaban su destino en la capital.
El tenue calor matutino acompañaba al médico que se disponía a sacar su equipaje de la posada. Chinche desde muy temprano estaba pendiente para ayudarle con las maletas. Do doctor.Yo yo coconozcoco a su su hi hija. Es mu muy be bella. Mientras su mirada se perdía en el suelo. ¡A Gladys ¡. Qué bueno... Mi papatrona me la la pre pre sentó co como su suprima. Es mi hija preferida. Es maravillosa… Se detuvo por un momento, al recordar súbitamente el mayor y único dolor que ella le había propiciado el día de su prematuro matrimonio. Serían las cinco de la madrugada cuando Esteban Rodríguez salió desesperado de la casa, con su revólver oculto en el bolsillo de la gabardina. Buscaba enloquecido a su hija Gladys, para impedirle que se casara con José Olimpo, un estudiante de último año de odontología de la misma universidad en donde él había estudiado. Como suele suceder, en todas las historias prohibidas, la noche anterior alguien le informó acerca de las intenciones nupciales de su hija. Esteban ni siquiera conocía al novio, pues los intensos y apasionados amoríos los vivieron a escondidas en tan solo cuatro meses. El prometido, era un aparecido más, que para nada cumplía los exigentes y clasistas ideales del suegro. La situación se complicó porque el doctor Rodríguez desde hacía unos meses deseaba casar a su hija con un importante abogado capitalino. En aquella nublada mañana decembrina recorrió raudo e iracundo las principales iglesias del centro de la ciudad. Entre otras, para beneficio de la existencia del que narra esta historia, sus pesquisas no fueron exitosas.
Así, los enamorados fugitivos tuvieron la alegría de casarse en la iglesia de las Nieves, a las 6 de la mañana de aquel domingo 22 de Diciembre del año 49. Asistieron como únicos invitados al desolado y frio claustro, José Olimpo, el novio, con sus padrinos y paisanos costeños, Jaime Losada y Jorge Téllez. Por parte de la ansiosa novia, Gloria y Milton Rodríguez sus asustados hermanos menores.
Terminada la ceremonia los esperaba Rosa Amelia, la madre del novio, en su casa de la calle 59, para celebrarles el riesgoso matrimonio con champaña y pasabocas y los brindis atónitos y atragantados de las hermanas del sobreviviente y intrépido novio. En aquella casona, bajo la sombra de la indiferencia y el olvido de sus padres, Gladys convivió con su familia política un par de años, hasta el nacimiento del primogénito, Armando José, quien con sus risas y pañales trajo la reconciliación familiar. Su vida por diez y siete años transcurrió en armonía y prosperidad bendecida por el profundo amos y respeto que siempre se profesaron. Cuatro hijos alegrábamos el hogar, cuando un inmisericorde cáncer arrebató prematuramente los treinta y nueve años de nuestra amada e inmejorable mamá, eje amoroso y fundamento de nuestro maravilloso hogar.
Años después, el doctor Rodríguez pasando al olvido las cátedras, su laboratorio, los foros científicos y los millonarios fraudes de su socio de “confianza”, que por poco lo deja en la ruina, terminó dedicándose en su hacienda Santa Teresa, en Sibaté, al cultivo de frutales, abejas, resolviendo sus problemas cotidianos parándose de cabeza durante horas, como lo rezaban las milenarias tesis yogas que practicó hasta el final de su vida. Qué quépa paso con los los o o livos? -le preguntó Chinche mientras halaba las maletas por el zaguán de salida. La verdad. Nunca lo supe… en donde fueron sembrados crecieron hermosos pero nunca dieron una sola oliva. Corrieron la misma suerte de los traídos por los españoles al comienzo de nuestra historia nacional. ¡Qué quéláslás ti tima! Tan tanto to bus car car el e é xi t o to… Chinche con mirada nostálgica, le comentó.
Esteban colocándole su mano sobre el hombro sudoroso le alcanzó a murmurar: “así es la vida”.
Partió del pequeño hotel llevándose la mirada tierna y acogedora de aquel hombre que irradiaba felicidad y paz en medio de sus tantas limitaciones. Quiso por un momento, devolverse y pedirle que le contara algo del secreto de su vida feliz y del tesoro de un corazón libre de engañosas añoranzas. Pero… quizás no lo iba a entender.
Nunca retornó al Mortiño. Sus últimos días transcurrieron en medio del cuidado de los frutales, pendiente de que los nietos cuando iban los fines de semana a saludarlo, no le robaran las ciruelas y duraznos maduros, que todos los días con sigilo celaba y recolectaba en su fortificado archivador metálico. Pasaba las horas leyendo y practicando sus posiciones yogas. Poco se comunicaba con su mujer ni con su madre Epifanía Cifuentes, quien a pesar de su avanzada edad, gastaba su eterno tiempo empacando los bollos de mazorca y batiendo con cucharón de palo, en una gran paila, la leche hasta llevarla a convertirse en una exquisita mantequilla. Armando José, su bisnieto favorito, gozaba viéndola en aquellos curiosos oficios, sabiendo que la viejita lo espantaría del lugar, diciéndole que tenía ”mal ojo” y por eso la mantequilla no crecería.
Aquella tarde cansado de caminar por el huerto y la vega encharcada por las abundantes lluvias del mes de abril, se recostó en su cama protegiéndose de un fuerte dolor en el pecho, que como buen médico, supo que se acercaba como presagio la falla cardiaca ya cansada de lidiar con su tensión alta, lo estaba forzando a entregar su vida.
El tiempo continuó su inexorable rumbo y con él los transeúntes de la pequeña posada se hicieron cada vez más escasos. Chinche continuaba enseñando cómo casar moscos al aire, logrando con la práctica velocidades de casería impresionantes. Uno de sus más aventajados alumnos fue Nelson Vargas, hijo mayor de la dueña del hotel. En la niñez pasaban horas en búsqueda de moscas por toda la posada para realizar sus prácticas. Años más tarde, el joven Nelson, se hizo médico dedicando un buen tiempo de su práctica médica al psicoanálisis y atender sus pacientes de una población rural llamada Zupatá. El galeno nunca volvió por su llano querido, a cambio repartió la bravía y el entusiasmo con que lo alimentó la inmensa llanura, en cada paciente solicitante de ayuda médica a lo largo de todo su ejercicio Hipocrático. Con frecuencia, Chinche se asomaba a la puerta en espera del retorno de alguno de sus viajeros y amigos del hotel. Consumía sus días entre los juegos de tejo, las solitarias jugarretas de coca y la casería al vuelo de moscas. Con el arribo de la noche mientras se mecía en el viejo chinchorro guindado en el penumbroso zaguán, imaginaba el destino de los personajes que transitaron por la posada y con una sencilla plegaria, siempre rezó porque lograran encontrar la ansiada felicidad, que esperaba somnolienta dentro de sus corazones.
FIN
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