A mis hijos Alejandro y Camilo les recuerdo que buena parte de sus vidas hermosas llevan huellas de quienes nos precedieron
Agradecimientos:
A mi esposa, María Stella Lattanzio R: Pintora. Caratula. Oleo sobre madera conglomerada, técnica mixta.
Wilson Del Valle R. Fotografía caratula, nuestro abuelo materno, Esteban Rodríguez Cifuentes, el Cairo, 1938.
GUILLERMO
¡Muerte cruel, ¿porqué regresas tan pronto?!; aún no estoy preparado para recibirte…
Es mayo, por semanas las lluvias no han dejado de caer, y así, como húmeda y fría permanece la calle, mi cuerpo no encuentra el calor; mientras los escalofríos extenuantes me atropellan sin misericordia ni tregua. Dos meses han pasado después de que ésta maldita enfermedad arreció invadiendo mis entrañas, toda mi humanidad...; vómitos, fiebre, tos y la creciente fatiga se han aliado usurpando el equilibrio de mis carnes; mis piernas no son más que huesos forrados en piel áspera y frágil, escasamente sirven para sostenerme por cortos instantes. Lejos de todo, en la penumbra de la habitación y al lado de mi madre, siento que los minutos se agotan mientras me acerco irremediablemente a la fría oscuridad.
Mamá, mi amada compañera de camino, permanece a mi lado silenciosa como ausente y ajena a nuestro vivir. Con sus setenta años, cohabitamos en este hogar lúgubre alimentado de nostalgias y sinsabores. Su mente se ha ido nublando sumergiéndose en el desconcierto que camufla su realidad cotidiana..., son pocos los días en que la tenue lucidez aparece; en otros, la incertidumbre prevalece gobernado su cuerpo empequeñecido que le pregunta en ¿dónde está?, ¿qué camino tomar?... ¡Me duele mamá!.
Así está mi mundo, doloroso, cautivo, indescifrable… Vivimos en un pequeño apartamento, en el quinto piso, de un edificio construido en el terreno en donde fuera nuestra casa en mis días pueriles.
Hace tan solo un par de meses nuestro hogar no lucía abandonado como hoy, yo lo limpiaba procurando una vivienda digna y grata. Pero… el ánimo decidió abandonarme y hasta los cojines rondan por toda la sala, tratando de disimular la ausencia de los muebles que nos embargaron por mi maldito vicio.
Sentado frente al televisor que permanece encendido desde el amanecer, veo pasar mi vida frente a mí, como en el ejército pero dando parte a mi Señor de todo lo vivido. Se han abierto las puertas del recuerdo en forma angustiosa. En estos interminables días han retornado a la mente muchos episodios de mi vida, como si tan solo ayer los hubiese vivido, maquillados de luces tenues añorantes de verdad... Mamá permanece sentada a mi lado, frente a la tele, inmóvil con su mirada tristemente pérdida, pasa las horas impávida sin demostrar sentires ante las mil y un locuras que suelen pasar por la pantalla luminosa y murmurante, que se ha convertido en otro miembro de ésta familia agónica . Allí, entre el olor a encierro y a zozobra nos estamos gastando sin esperanza los inciertos días que nos faltan por venir. Pobrecita mi mamá, tan desamparada que quedará ante mi ausencia cuando el médico ordene mi hospitalización y con ella, su cruel soledad... La semana pasada, en dos ocasiones trataron de dejarme hospitalizado en el seguro social, por estar deshidratado, sin fuerzas, sin nada; después de colocarme varias bolsas de suero en mi cuerpo, me permitieron volver a casa. ¡Pobre mi viejita ¡, su mirada indescifrable me hablaba de su confusión ante mi llegada del puesto de salud.
Anoche, mi primo José, me trajo alivio al decirme que estaba buscando un sitio amoroso y cálido en donde cuidaran a mamá, cuando ya no pudiese hacerlo... siempre lo he sentido solidario, cercano.
¡Amanezca… amanezca por favor! ¡Que noche más larga…!, sin poder dormir, tan solo dormitar a través de la tos, las calenturas y el desasosiego que se empeñan en fastidiarme. En estas insoportables noches, todo lo que he vivido en mi corta existencia, parece confabular al desfilar frente a mi conciencia acompañado del desvelo testigo fiel de madrugadas eternas.
Hace tan solo dos meses, del año 1966, nací en Bogotá. Llegue a este mundo en la tradicional clínica Palermo, que como digno proveniente de la clase media trabajadora, alcanzaba a tener acceso a una clínica privada, cuyos dueños y administradores eran unas monjitas con fama de estrictas y comerciantes. Allí aparecí en este planeta un quince de Marzo, orgulloso de ser el primer hijo que llenaba de alegría a mamá, no sé si a papá. Gloria Rodríguez había nacido en el seno de un hogar tradicional capitalino, su padre, mi abuelo Esteban, a quien siempre lo he recordado como lejano y frio y sin un solo recuerdo de cercanía y trato para conmigo. Paso por mi vida tan solo como un prestigioso médico de la capital, nacido en Guaduas, la tierra de Policarpa Salavarrieta.
La abuela Irene, la recuerdo como una buena mujer, sumisa y fiel cuidadora de sus cinco hijos, mientras el abuelo viajaba por el mundo tratando de promocionar dos medicamentos descubiertos y procesados que él mismo, en su propio laboratorio ubicado en la finca en Sibaté (Cundinamarca). Nunca he olvidado el nombre de los medicamentos inventados por él, Hansenol y Tiotisil, su valioso aporte para el tratamiento y la lucha contra la lepra y la tuberculosis, enfermedades que para ese tiempo azotaban cruelmente parte de la población más vulnerable de este bello país.
En estos días, cuando me detengo a contemplar a mamá que permanece a mi lado, al borde de la cama inerme e ida; siento la ruptura entre nuestras vidas y un cruel dolor se me adentra, reafirmándome que ni un solo instante de su vida ha merecido haber amado, criado y sufrido a un hijo como yo, atado por la sombría enfermedad mental y rematada por la drogadicción perversa…
Mamá fue la penúltima de los hijos de la familia Rodríguez Pescador. Su única hermana, Gladys, tristemente murió en las garras de un inmisericorde cáncer, a la edad de treinta y nueve años; creo que mamá nunca pudo sobreponerse a la muerte de su mejor e irremplazable amiga, confidente y hasta soporte de vida. En su mesa de noche, siempre permaneció la foto con mi tía, en que radiantes y hermosas caminaban presurosas por la congestionada carrera séptima. Recuerdo como en más de una ocasión al hablar de Gladys, sus ojos recobraban entusiasmo y brillo, cómo cuando me narraba sus inicios en la compañía Colombiana de Seguros, en donde laboraba como perforadora de tarjetas de contabilidad IBM. Sus lazos fraternos se estrecharon cada vez más, desde que convivieron un buen tiempo en casa de mi tía, participando amorosamente en la crianza del primo José, hasta con el ¡cambio de pañales!. Ahora entiendo la preocupación que él siempre ha tenido por nosotros, por su segundo hogar, por su otra madre…
Papá, fue llamado Guillermo Alemán... sin dejar de mirar la ventana por la que se filtran tenues pero cálidos rayos matutinos, mamá me cuenta episodios entrecortados que fugases cruzan por su nublada mente. Para el momento de casarse, mi padre trabajaba como vendedor de seguros de vida en la compañía Colseguros en Bogotá en donde se conocieron. Siempre fue muy hábil con la palabra respaldada por una simpatía indescifrable y melosa, siempre se vistió con elegancia de gabardina de paño en el brazo y una mirada pícara y morbosa que denunciaban sus ojos claros. Rápidamente enloqueció de amor por mamá; mi tía Gladys sensible e intuitiva, desde que lo conoció se opuso con vehemencia a su relación que desde los primeros meses ya contemplaban casarse. La tía sí logró descubrir su realidad detrás de su piel y el verdadero ser que papá albergaba. Nunca creyó en los halagos y piropos que solía decirle a mi viejita. Pero en fin… mamá le aceptó y sin reparo le entregó todo. El arrastraba una vida oculta y clandestina que sólo con los años vinimos en parte a conocer, dos o tres ingresos a sanatorios mentales, cuya causa nunca verdaderamente conocimos; problemas con la ley, en los negocios, con otras mujeres... Ejerció en los últimos veinte años como “médico naturista”, desintoxicando el intestino de los pacientes con lavados y sustancias naturales, novedosos en ese momento para la mayoría de la gente en nuestro país. ¡Ah qué papá!, hasta fue candidato a la presidencia de la República de Colombia, en dos ocasiones, en las elecciones del 94 y 98, por un movimiento ecologista que él mismo había fundado y dirigido. Por su puesto que los sufragantes no alcanzaron a cinco mil. Pero, siempre se enorgullecía de haber sido candidato a la mayor investidura de nuestro país. ¡Así fue el papá Guillermo!.
Mis primeros cinco años de vida transcurrieron en medio de una engañosa tranquilidad. Desde que nací, contaba mamá, los problemas con papá siempre existieron, hasta en su noche de bodas. Las múltiples relaciones con mujeres y sus correspondientes llamadas “anónimas” a casa diciéndole a mamá, ¡sabe Dios qué cosas…!, fueron el derrotero fatal para la estabilidad de su vida marital. El derroche libertino del poco dinero que lograban conseguir, él lo despilfarraba en sexo, licor, fiestas, carro, ropa de marca. Prácticamente, como decía la tía Gladys, él era un mantenido, un vividor; por supuesto que nunca aceptó tal calificativo y con el tiempo irónicamente, papá asumió ante el mundo un papel de víctima incomprendido y mal juzgado, en vez de un asqueroso verdugo lo que realmente fue para nosotros.
Mi vieja, con su trabajo y sus prestaciones de toda una vida, logró hacerse a la casa que adjudicaba Colseguros a sus trabajadores. En ella habitamos hasta su demolición hace siete años, en donde se construyó este edificio del que conservamos dos pequeños apartamentos en el último y quinto piso; aquí sé que pronto dejaré mis cansados huesos…
Me fatigo hasta con hablar. Anoche mi primo José vino a saludarme y al tratar de abrirle la puerta, se me fueron las luces y casi me caigo. Traía buenas noticias, desde mañana nos cuidará Myriam, enfermera que ha trabajado con él en Cirulaser, la clínica de cirugía plástica que él dirige; asegurándome que ella era muy buena persona y nos cuidaría con esmero como siempre lo hacía con sus pacientes. ¡Gracias Diosito!... francamente ya me era imposible seguir cocinándole a mamá, y ni decir, de limpiarla y cambiarla de ropa cuando no alcanzaba a sentarse en el baño.
Hoy, en medio de esta terrible malestar, soy consciente que el haberme secuestrado papá y llevado a los Estados Unidos, robándome del lado de mamá cuando tan sólo contaba con cinco años de edad, fue uno de los episodios más crueles que marcaron los derroteros de mi triste vida. Asistía a un pequeño jardín infantil cerca de casa y de vez en cuando papá pasaba a la salida y me recogía para que estuviera un rato con él. Si mal no recuerdo, para ese momento papá ya no se quedaba todos los días en nuestra casa. Un buen día, él pasó por el jardín con dos maletas y me dijo que nos íbamos de paseo en avión. Me asusté al pensar que mami no iría con nosotros pero él me prometió que ella llegaría unos días después de arreglar no sé qué asuntos. Guillermo Alemán había falsificado unos documentos para poder sacarme del país sin la autorización de mamá. Además, una mujer desconocida viajó con nosotros, insistiéndome que ella sería como mamá y por lo tanto tenía que quererla y respetarla; nunca nacieron en mí tales sentimientos... Volamos a Los Ángeles, California. Pasaron días insufribles en busca del esquivo alojamiento. Finalmente se alquiló un pequeño apartamento en los suburbios de esa monstruosa ciudad. Días y noches de soledad y añoranza se convirtieron en mis más fieles compañeros que con la tediosa rutina avasallaron mis pueriles días. Mi padre, acostumbraba a salir desde temprano a trabajar en sus terapias de medicina para curar las enfermedades por medio lavados y enemas del intestino; que lograba escuchar desde mi diminuto cuarto, cuando en las noches papá le contaba a su amante, Beatriz. De vez en cuando me decía que estaba buscando un colegio para que yo estudiara... no sé que sucedió pero los meses pasaron y nunca me senté en un pupitre de escuela. Tiempo después entendí que nuestra condición de indocumentados fue la responsable, en buena parte, de aquella perra vida y que además pagar un estudio privado era privilegio de los ricos. Mi primer y único “profesor de inglés” fue la televisión que permanecía prendida desde que me levantaba hasta que el tedioso día moría, aún cuando usaba el sanitario sin verla la escuchaba; y al cansarme de nada, buscaba en la nevera algo que comer mientras su reflejo me acompañaba iluminando tenuemente la penumbra del pequeño apartamento. Me gustaba pararme frente a la ventana de la diminuta sala, desde donde contemplaba a lo lejos el interminable ir y venir de la gente, los carros que se unían al sonido monótono de la vida en la gran ciudad. Vivíamos como en el veinteavo piso de un viejo edificio que permanecía fúnebre y silencioso durante el día, albergando solamente a unos cuantos ancianos solitarios... aquello parecía un desierto que cuando el sol caía, resurgían presurosos las voces y los pasos de la gente cargada de fatigas y añoranzas.
Los días de mi exilio en Estados Unidos transcurrieron frente a la tele, a la ventana y de un par de juguetes de guerra que papá para la primera navidad me regaló. Para ese entonces, comencé a sentir cosas un tanto extrañas. Detrás de la puerta del baño había un gran espejo que desde que me vi en él, despertó en mi un placer especial; disfrutaba a cada momento de las posiciones y gestos que me inventaba frente a mi compañero, mi otro yo, el espejo. Una mañana la mujer de mi papá dejó olvidados accidentalmente los cosméticos que tanto cuidaba y usaba discretamente. Fui dando color a mis párpados, mejillas y labios hasta convertir mi rostro en un “loco arco iris” , que producía en mí un placer divertido al contémplame como una persona mejorada y atractiva. En cuanto podía, buscaba maquillarme la cara buscando una mayor armonía en los colores y en la belleza que me daba el contemplarme frente al espejo... eso si, procuraba limpiarme la cara lo mejor posible y no dejar rastro alguno, antes de que ellos llegarán en la noche al apartamento; y sabiendo que papá me mataría a golpes si me encontrará disfrazado. Porque desde siempre su machismo y homofobia recalcitrantes, y todo lo que tuviese que ver con la homosexualidad, despertaba en él agresión y desasosiego. Sin embargo, día a día, sentirme y verme así me era cada vez más placentero y los temores a las consecuencias perdían a su vez importancia.
Nos acercábamos a las fiestas de navidad y en mi corazón de niño nacían tantos deseos y sueños alimentados por los anuncios tempraneros de la radio, la incansable tv., papá Noel, regalos, nieve… inundaban mis esperanzas frustradas e inexistentes para mi. No tuve amiguitos y los únicos niños que veía los divisaba a través de la ventana de la sala, corriendo y divirtiéndose al jugar no sé que cosas ya que desde esa altura sólo podía ver sus movimientos, sin alcanzar las voces ni las risas. Fría y ajena contemplaba la urbe en la lejanía con las grandes autopistas que se entrecruzaban juguetonas entre sus varios brazos y niveles. Como hormigas inquietas los infinitos carros brillaban con el sol del ocaso, como si todos fuesen del mismo color brillante. Por momentos para matar el interminable tiempo, me imaginaba diálogos alocados y fantásticos vividos por todas aquellas diminutas personas que como maniquís de sonrisas estáticas existían en la lejanía.
A pocos días de aquella nochebuena, la mujer de papá llego a nuestro apartamento con unos amigos; al oírlos rápidamente me acosté fingiendo estar dormido. Ella entró a mi habitación para invitarme a que conociera a sus invitados. Todos estaban muy contentos por evidentes tragos de mas. Uno de ellos, el más viejo y borracho al poco tiempo de haber llegado, entre chistes y meloserias me insistió en que le mostrará el apartamento; estando en mi cuarto, cerró la puerta y trató de sentarme en sus piernas tocándome agresivamente. Grité con furia pero el hombre tapó mi boca con su manota tosca, mientras la música sonaba tan fuerte que impedía que alguno de los invitados se pudiera percatar del abuso que aquel hombre perpetraba contra mí. No recuerdo bien cómo logré liberarme de sus brazos asfixiantes, y en un momento, jadeante de llanto y semidesnudo irrumpí azorado en la sala; no podía creerlo... la mujer de papá estaba desnuda y enloquecida besándose con un tipo en la poltrona, mientras las otras personas eufóricas se tocaban riéndose unas con otras, haciendo cosas raras e incomprensibles para mi. ¡Grité enloquecido!, y como en una pesadilla, el pánico me invadió al ver que todos respondían como autómatas con sonrisas enfermizas, vacías e incomprensibles...
Papá llegó dos días más tarde de aquella tétrica noche. Estaba en una ciudad al norte de California promoviendo sus famosas terapias curativas. Lo primero que intente fue decirle que necesitaba hablar con él pero en privado, accediendo bajamos al jardín del edificio; pocas veces me dejaban estar allí. No alcancé terminar de contarle lo sucedido aquella noche, cuando enfurecido me haló del brazo y con fuerza me arrastro al apartamento; pegándome violentamente con su correa y dándome de puños hasta llenarme de morados dolorosos por todo mi cuerpo... nunca olvidaré como mientras vociferaba una barbaridad de insultos, su ira loca se moría en mi. No creyó nada de lo que le conté; cuando gritando le dije que vi a su mujer besándose con otro, gritó enloquecido diciéndome que mentía y que todo era producto del desamor que yo siempre había sentido por ella. Los moretes y dolores en las zonas en donde se descargó la furia de papá, sumados a los intentos sádicos del amigo de esa mujer, tardaron unas semanas en perder su fúnebre coloración. Con los días, lo sucedido se sé fue durmiendo entre lagrimas y deseos resentidos… pero en mi corazón su cicatriz aún se conserva y creo que será otra de las acompañantes en este último viaje…
Estaba por cumplir mis siete años, cuando una noche, llegó papá y nos dijo: “mañana salimos de viaje para Australia”. Sin más cometarios, empacamos en dos viejas maletas la ropa necesaria para tan largo viaje. Sería pasada la medianoche cuando cansado y desconcertado termine de empacar mis chiros y un par de los juguetes preferidos. En el muelle del puerto nos esperaba un gigantesco barco de unos diez pisos de alto; en la tele no se aprecia realmente la dimensión de esas fabulosas embarcaciones. El Queen Mary era el barco más grande y majestuoso que mi mente pudiera imaginar. Estaba maravillado contemplando la embarcación cuando papá me tomó bruscamente por el brazo, y con pasos agigantados abordamos al barco por una entrada solitaria por la parte de atrás. Al otro extremo del barco observaba cómo una cola interminable de personas se preparaban para ingresar a la embarcación. Con los días comprendí que viajábamos como “polizones” escondidos de las autoridades navieras; nunca supe cómo papá conoció a uno de los cocineros, quien nos ayudó a ocultarnos y sobrevivir durante unas eternas e invivibles semanas hasta llegar a Sídney, Australia.
Recuerdo con ¡terror aquel viaje!; los mareos y vómitos fueron mis fieles acompañantes durante buena parte de la travesía. Pasábamos casi todo el día en un pequeño camarote cerca de las máquinas del barco; su ruido no nos dejaba ni de día ni de noche, no se cómo no enloquecí... lo más difícil de aquel viaje sucedió una tarde, en que no sé para dónde se habían ido papá y su mujer, cuando uno de los tripulantes entró súbitamente en nuestro incomodo camarote y cerrando la puerta se me acerco un negro muy alto y fornido, de bigote espeso y mirada diabólica, que desde el comienzo de la travesía me miraba y sonreía maliciosamente. Presentí algo malo... sentí mucho miedo y sin alcanzar a gritar, se me hecho bruscamente encima arrancándome mi camisa de un solo halón y tirándome a la cama, sin soltar mi cinturón arrancó mi pantalón lastimándome la cintura. En medio de mis gritos, patadas, manotadas que poco y nada sirvieron ante las morbosas intenciones de ese tipo que sólo quería violentarme, besarme y meterme aquel horrible pene dentro de mi... creo que de tanto sufrir mi cuerpo y mente no pudieron soportarlo y sin más no se en que instante me perdí, me desconecte. No sé cuánto tiempo pasó; cuando desperté, papá estaba frente a mí preocupado y preguntándome cómo me sentía y qué me había pasado. ¡Nunca olvidé esa terrible tarde!;parte de mis blancas y descoloridas carnes quedaron moradas, adoloridas, desconocidas… mi culo ardió y sangró los días siguientes cuando iba a ese retrete asqueroso y pútrido que nos habían asignado. Con frecuencia vuelvo a vivir en funesta pesadilla que nunca quiso abandonar mis sudorosos y frágiles sueños.
Por fin llegamos a Australia sin nunca entender realmente a qué fuimos. Papá buscó una pequeña habitación cerca del puerto, en donde permanecí encerrado por varias semanas, soportando desorientado su ausencia durante todo el día. Al parecer buscaba vender unos productos médicos de esos que él usaba para sus curas de intestino. La calamidad de aquel desastroso viaje llegó a su fin, porque a los dos meses de haber llegado a Australia, tomamos un inmenso avión y sin ser “polisones”, después de un extenuante vuelo arribamos de nuevo en Los Ángeles. Nunca se volvió a comentar nada de lo sucedido en esos días traumáticos y tristes, que se fueron opacando en mi sentir abordándome en forma de pesadillas tétricas que aún hoy aparecen como enloquecedores fantasmas de mis sueños ...
El día que cumplí los diez años, papá llegó temprano al apartamento, y eufórico dijo que tenía para mi el mejor de los regalos devolverme de nuevo a casa con mi mamá, en donde me esperaba ansiosa desde hacía más de cinco dolorosos y tenebrosos años, y que nunca debí haberla dejado sola... en medio de excusas que no entendía, termino diciéndome que sabía que yo estaría mejor con ella; no se qué guardaban verdaderamente sus intenciones… pero sin importarme, aquella fue la noticia más deseada y feliz que pude escuchar en mi último cumpleaños de cautiverio sin norte ni destino...
Hoy, después de tanto tiempo, cuando mi vida se esta desvaneciendo en compañía de mamá, dudo si aquel regreso a casa fue acertado o si por el contrario, nunca debí regresar para convertirme sin querer, en el torturador y victimario de mi madre... Recuerdo que la felicidad desbordaba mi ser por sólo pensar en volver a verla. Esa mañana, Guillermo Alemán golpeó presuroso la puerta del apartamento de la calle 34 con 19, en donde mamá continuaba viviendo; al vernos, súbitamente el desconcierto y un explosivo llanto la arroyaron... Él entre temeroso y con engañosa calma le dijo simplemente que “aquí tienes de nuevo a su hijo…”, y subiendo la voz le dijo que yo estaría mejor con ella porque él ya no me podía tenerme más. Eso fue todo, ni siquiera paso el umbral de la puerta cuando tendiéndole su mano para despedirse, se marcho. Nunca comprenderé el sentir que corría por las venas de ese hombre que decía ser mi padre, y que me devolvía después de haber sido cruelmente secuestrado, como se devuelve un electrodoméstico cualquiera, que fue prestado y que ni siquiera mereció un breve y cortes agradecimiento.
Días después, durante el desayuno, mamá me confesó cómo todos los días me recordaba y rogaba al Señor por tenerme de nuevo con ella; cinco años de soledad y angustia habían terminado con mi regreso. Me dijo que desde el mismo día en que papá me secuestro, ella puso la denuncia ante las autoridades nacionales y hasta la Interpol participó sin éxito en mi búsqueda. Mirándome a los ojos me confirmó que nunca perdió la esperanza de volverme a ver; ahora sé que su perenne fe cargada de plegarias logró ablandar en la distancia, el duro corazón de papá.
José mi primo, quien siempre lo consideró como el “hijo bueno”, fue el primero en ser avisado de mi regreso. Él estudiaba sus primeros años de medicina en la Universidad Javeriana. Cuando llegó al apartamento al verme me abrazó con fuerza y emocionado sin decirme nada, me dejo sentir su confusión y preocupación; no sé que niño deseaba ver, pero yo era un niño diferente y creo que él de inmediato me percibió como tal. Al rato, se encerraron los dos en la habitación de mamá; y desde mi empolvada habitación escuche tenuemente los llantos de mamá y el susurro tranquilizador de mi primo. Ella, ahogada entre sollozos le decía que yo era un niño muy extraño, que no era el mismo que se había ido…pobre mamá cómo le dolía su hijo y sobre todo, su inquisidora conciencia que seguramente la arrojaba a la incertidumbre de lo irreparable, lo irremediable…
A los pocos días de mi regreso, me encontró frente al espejo del baño usando su ropa interior y maquillado ridículamente con sus cosméticos; creí que su rostro despedía aterrorizado el horror que huía gritando lo desconocido, lo absurdo… mucho tiempo paso, antes de que logrará entender en algo, lo traumático que fue para ella reencontrase con su hijo añorado en esas indescifrables condiciones, inconcebibles para una mujer educada en una familia conservadora y mojigata, en donde las personas homosexuales o diferentes como yo, nunca tuvieron, ni tendrían un lugar de aceptación ni tolerancia. Mi realidad de gay para mi vieja, fue más grande y destructora que su inmensa condición de madre amorosa y santa. A sus cuarenta años le era “ca si imposible” poder aceptar mi forma de vivir, mi gusto sexual y mi incomprendida realidad no solamente para ella, sino para la mayoría de la sociedad bogotana de esos momentos. Desde entonces, sé que se viene estrellando cruelmente su conciencia hoy oscura y destruida, con mi loca realidad que hemos compartido. ¡Que triste estoy, Cristo mío! Al verla abatida y sin luz en su mirada que apague para siempre; y ni ahora que estoy partiendo hacia tu encuentro, no puedo dejarle nada, ya que la luz y la esperanza que mama necesita las estoy enterrando conmigo... su tormentosa vida transcurrió en medio de instantes de una tenaz lucha sin tregua conciliadora precipitándola a entrar precozmente y refugiarse en la demencia senil, a los sesenta y tantos años; estoy convencido y te lo agradezco Señor, porque fue su alivio y salida al liberarse de la insostenible cruz de cargar por siempre a un hijo marica. Sé que pronto moriré y me duele irme y dejar a mamá sola y a la deriva con su mente en tinieblas, confusa y frágil…me consuela verla y saber que mamá no es consiente de mi agonía tormentosa que soporta mi espíritu agitado de arrepentimientos y deseos tardíos por rehacer tantas añoranzas …
Almita fue nuestro oasis. De vuelta a casa me encontré una hermanita preciosa y especial. Ella era una niña diferente y había nacido padeciendo el síndrome de Down, un retardo mental congénito, al que se le sumó desafortunadamente, una malformación de su corazoncito. Almita sólo era ternura y dolor, y todos los que entraban en contacto con ella se impregnaban de profundos sentimientos de cariño y compasión; con ella compartí los mejores momentos de mi vida. En el poco tiempo en que compartimos antes de que muriera, entre tantas cosas buenas que vivimos, descubrí el maravilloso secreto para ser feliz, al vivenciarlo fugazmente cuando trataba de protegerla y que estuviese contenta, tranquila... así ella me regalaba el esquivo tesoro de sentir alegría, en esos instantes en donde siempre se apaciguaba mi dolor existencial, fiel carnal de mi vida. Almita logró sobrevivir hasta los doce añitos, dos años después qué regrese a casa. Pobrecita, su corazón malformado inmisericorde nos la arrebató... Recuerdo los días de carreras y angustias en que mamá y mi primo José, la llevaban y traían al hospital Infantil Lorencita Villegas de Santos, en donde el médico les confirmo que su vida sería muy corta porque su corazoncito malformado terminaría por llevársela;
Nuestro pequeño hogar se quedaría sin centro, sin eje, sin fuente de alegría, porque Almita se había convertido en el sentido de ser de nuestras vidas, en luz que al apagarse dejo más oscuro mi incierto caminar. Hoy no tengo duda que la vida de mamá se partió en dos con el fallecimiento de nuestro angelito, nunca volvió a ser la misma. A papá no recuerdo haberlo visto en ningún momento de la enfermedad ni muerte de su hija, quizás porque Almita se transformó en el más aguerrido karma de su inútil y mezquina existencia... hasta tuvo la osadía de negar la paternidad de su hijita ni pudo aceptar el haber sido progenitor de una hija “anormal”; siempre culpo a mamá de todas las cosas malas que nos sucedieron, ¡que mierda de ser...cuanta infamia!. No sé sí hoy me duele tanto mi vida por estar enfermo, o por revivir la amarga injusticia que siento y testifico ver a mi lado en el sollozante y apagado cuerpo de mamá. Qué día tan eteno... la fiebre no me deja en paz. Como un fantasma que me hostiga y agrede sin desear abandonarme, regresan una y otra vez, las injustas acusaciones que papá solía decirme gritándome que “mamá lo había traicionado con hombres”, porque era una puta... ¡no quiero recordar que locuras más vociferaba!. Tristemente él nunca fue aceptado por la familia de mamá. Mi tía Gladys, quien fue su única hermana y su mejor amiga, trató desde un comienzo de convencerla que no se casará con Guillermo Alemán. Mamá le pedía razones a tan obstinado rechazo y mi tía sólo le respondía que no le gustaba, que el aparentaba ser lo que no era, un hombre interesado, galante y mentiroso; para completar, sus antecedentes de dos hospitalizaciones por enfermedad mental, llegaron no sé porqué camino, a oídos de mi abuelo Esteban quien como prestigioso y orgulloso médico, deseaba casar a sus hijas con afamados personajes de la fatua e hipócrita sociedad bogotana; ni si quiera asistió al matrimonio de su hija en franco rechazo a la relación que mis padres iniciaban. Supongo que papá nunca perdonó y menos aún olvido el terrible desprecio de su estirado suegro.
La sudoración y el decaimiento no se han apartado de mi... por momentos me desconecto agotado y un fuerte cabeceo me despierta dándole cabida a más y más recuerdos...a los trece años probé por primera vez la marihuana; para ese entonces conocí muchos compañeros de calle que vivían como yo, con el corazón y la mente perdidos en un irracional ostracismo que nos mantenía incomunicados con las familias, con toda la sociedad, como si fuésemos islas extraviadas, protegidas por la falsa y funesta fantasía de la adicción. Fueron largas y alocadas las horas de encuentro con aquellos jóvenes, que transcurrían en cualquier rincón de esta ciudad inerte e insensible de parques, centros comerciales, bulevares sombríos en donde deambulábamos sin destino, entrando y saliendo de uno que otro bar de “mala muerte” que permitía la entrada a menores de edad. ¡Cuanto tiempo perdido!; sin percibirlo se escapaban fugitivos los minutos y las horas, en espera del cruel arribo de la voraz hambre que como enloquecidos buscábamos cualquier alimento en la calle, en las canecas de los restaurantes, donde fuere... La droga perversa poco a poco y sin darnos cuenta, fue vaciando nuestras vidas al igual que los sentimientos y anhelos, siendo invadida por sus efímeras y engañosas fantasías, en donde cada uno navegaba enajenado en su propia locura en los “viajes” en donde reíamos o llorábamos sin saber porqué...
Como es de suponer, mi paso el colegio fue un desastre y cambie de pupitres y de uniformes no se cuantas veces, hasta que en segundo de bachillerato no quise volver a estudiar. Bueno, en medio de todo tuve un cierto alivio ya que dejaron de regañarme y castigarme por esto o aquello, por lo que hacia o dejaba de hacer; por momentos sentía que hiciera lo que hiciera la respuesta del mundo que en entonces me rodeaba, me daría la misma respuesta destemplada del “ estar mal hecho”; llegue a pensar que todo en mi vida era inadecuado, fuera de sitio... además, las molestias y el matoneo de los compañeros por mis amaneramientos se convirtió en la “comidilla de cada día”; fastidiándome con sus arremedos al tratarme de marica, discriminadme de casi todas las actividades cotidianas. Para ese entonces ser gay era algo inaceptable y rechazado por todos, compañeros, maestros… como si yo fuese un peligro para los demás. Nunca entendí el porque de sus crueles tratos, si siempre fui inofensivo para todos ellos. Algunos profesores trataron en muy pocas ocasiones de “predicar la tolerancia para las minorías homosexuales”, pero su hipocresía pronto los delató al hacerme sentir su rechazo y desprecio de múltiples formas sutiles y camufladas. Fue demasiado ingenuo de mi parte pretender exigirles respeto por mis sentimientos y gusto sexual, a personas de moral ortodoxa y opacada, cuyo escrúpulo estaba irracionalmente atado a las punitivas creencias religiosas y a sus principios machistas de convivencia imperantes en la sociedad colombiana de mi adolescencia. Hoy, trato de entender el porqué reaccionaban así de primitivamente pues éramos en esos instantes un país inmaduro, en vías precarias de desarrollo, que aún incapaz de solucionar las necesidades básicas, la pobreza, la mortalidad infantil... educación, servicios públicos, etc. ; mucho menos, esperar que la gente que me rodeaba, pudiese tener la capacidad de entender y aceptar modos diferentes de ver la vida, la sexualidad y las virtudes que se anidan en las esferas superiores del desarrollo humano y social.
Creo que mamá se vino a enterar de mi retiro de los estudios, dos años más tarde. Siempre fui bueno para manipular y manejar la realidad a mi conveniencia; desde esa edad, los trece años, entendí que mi vida estaría siempre ligada a la falsedad y el engaño, ocultaba a diario mi verdadero sentir diferente al de la mayoría. Me atraían los chicos con características no muy claras, gustaba de su belleza, de su masculinidad pero a su vez de la debilidad y delicadeza que sutilmente dejaban entrever en sus miradas, sus gestos, sus manos y su indescifrable caminar... comprendí que la complicidad con lo “incierto” siempre sería mi perenne carnal. Hoy, al finalizar mi camino me parece que mi país es un poquito más tolerante y permisivo para con los seres diferentes como yo; tristemente para mí ya es tarde y me iré sin comprender, porqué la conciencia de las personas que me tope en mi vida, fueron tan miopes al discriminar y subvalorar a los millones de seres sobre el planeta, que sentimos, gustamos y entendemos la existencia en forma diferente, y que así será inexorablemente, por siempre jamás... de los siete millones, setecientos mil humanos existentes hoy sobre el planeta tierra, más del diez por ciento somos homosexuales, ósea más de setecientos millones de seres llevamos como un “estigma en la frente” el ser diferentes, tan solo por gustar sexualmente del mismo género, fui repudiado por “hombres normales“ que siendo en todo iguales a nosotros, derrocharon su tiempo y su paz interior al convertirse en nuestros más encarnizados y agresivos contradictores. ¡Cuánta insensatez y ceguera!.
¡Ayúdame mi Señor! Estoy desbastado, no puedo conciliar el sueno y la fiebre espanta todo... no quiero pensar ni recordar más; los fantasmas inquisidores me asechan sin descanso... me olvide el nombre de aquel muchacho con quien viví de mi primera relación, me sentí aterrorizado cuando nos acercarnos; al aterrizar súbitamente a mi mente los violentos forcejeos del negro del barco, las risas enfermizas del amigo de la mujer de papá en California. En fin… como testigos morbosos han estado siempre conmigo. Le dije que me sentía extraño, desconcertado y él siendo tan joven, supo comportarse pacientemente en esa interminable noche de amoríos y pasiones nuevas. A la mañana siguiente comprendí que mi sentir emocional y sexual era realmente opuesto al de mayoría de los muchachos que había conocido; y que no seguiría pretendiendo “gustar o amar” a una mujer, quizás con la absurda esperanza de que mi vida cambiase y así, pudiera ser aceptado y alcanzara la feliz realización, sin la estúpida presión de este mundo cruel, que parecía confirmarme a cada momento no poseer un cómodo espacio para mi palpitar diferente. Con ese primer muchacho y después con otros más, experimente días de la inconciencia en busca del despertar loco de sueños adormecidos y desconocidos. El dinero siempre escaseó y sin él, los robos invadieron miserablemente las casas de mis amigos que fueron saqueadas. Las peleas con mamá se hicieron cada vez más frecuentes y llenas de llanto y reproches, intentando guardar bajo llave todo lo que pudiera tener algún valor para mantener mi vicio destructivo para los dos...
Fueron años que quedaron en mi mente como anestesiados y custodiados por la droga engañosa. En más de tres a cuatro ocasiones me encanó la policía por diversas motivos: que por papeles, por llevar papeletas de más, por estar en zonas prohibidas, por vestirme en forma inadecuada… me sentí miserable en aquellas celdas húmedas y nauseabundas por los restos de mierda y orines en sus esquinas, esperando el tedioso paso de los días en que la supuesta autoridad de turno, la “tomba” mal encarada y con ganas de joder, me dijera que podía irme, amenazándome e insultándome con mil barbaridades si volvía a caer en sus manos; me tiraban lo que quedaba de mi pantalón porque el resto de ropa y zapatos se los habían feriado entre los otros presos y los policías. La pesadilla terminaba despidiéndome en medio de las risas burlonas de los guardias y un chorro de agua fría, humillante… En una de esas encarceladas, mi primo José, intento sacarme de la inspección de policía de la calle 53 con circunvalar. Después de esos tres días de buscarme por “supuestas estaciones de policía” a las que había sido enviado, logró encontrarme en una clínica siquiátrica, por mis “antecedentes y conductas inapropiadas que lo ameritaban...” así rezaba en el expediente de policía.
Me empepaban con sabe Dios qué medicamentos para vagarme la agresividad y tratar mi mente enferma. A los tres a cinco días de estar hospitalizado me veía caminando lento y con torpeza, impregnado por los medicamentos antipsicóticos; babeaba abundantemente a toda hora y con un letargo, más fuerte que yo, al igual que los otros pacientes que estaban en similares condiciones. Los deseos de fumar nunca fueron tan fuertes como en aquellos días de hospitalización; buscábamos con desesperación cualquier colilla en los rincones de los corredores, en los baños… llegamos al colmo de prender el cigarro con la diminuta colilla que por poco quemaba las puntas de mis flacos y amarillosos dedos. En la clínica siquiátrica, sí alguien quería hacer lo “máximo” por uno, sólo tenía que regalar un cigarrillo... el estar hospitalizado la vida se detenía convirtiéndose en presa del ayer y fugitiva del mañana. En realidad muy pocos recuerdos claros llegan a mi, de lo vivido durante los episodios de mis tratamientos que recibí, en más de cinco a siete en sanatorios mentales, durante mis veinte y los treinta años. Los varios electrochoque que me aplicaron quizás, hicieron que olvidara buena parte de lo sufrido en aquellos sitios de pesadilla. Hospitalizaciones a la fuerza, las estancias inciertas, y hasta las escapadas clandestinas, me dejaron en manos de la intemperie borrascosa e infértil de mi corta vida... como todos los días y hasta en mi partida... me acosa y lastima ese infame momento en que cuchillo en mano, quise hacerle daño a mamá. ¡No se que paso por mi loca mente!, pero cuando ella me reclamó angustiada por los robos y bellaquerías que acababa de cometerle, me enfurecí de tal manera que quise desaparecerla, matarla... pero alguien o algo en mi sentir me desarmó y me despertó de esa furia ciega y destructora que me poseía y gobernaba, y jadeante me retire de su lado y tire lejos el arma...estaba vestido y maquillado de mujer, así que el escándalo de ese día en la cuadra de la 119, fue de nunca olvidarse. A los pocos minutos llegó mi primo médico de la clínica Santafé, que quedaba a una cuadra de la casa, y con él la policía; la radio patrulla con sus luces palpitantes y las sirenas alarmó a todo el vecindario en la cuadra; fue llamada por una de sus amigas de la cuadra. De inmediato fui internado en la clínica Monserrate de la 134, ya que mamá se negó a poner el denuncio de la mi grave agresión en la inspección de policía. Atentar contra mamá fue algo de lo cual nunca podre perdonarme, quizás la tumba lo logre. Creo que mamá con el pasar de los años acompañado del deterioro de su cerebro, posiblemente lo olvidó... su corazón amoroso de madre se que puede sobreponerse a cualquier dolor por horrendo que sea.
Me siento mal. Hoy, no sé para qué me trataron siquiátricamente, sí mi vida no cambió, ni mejoró... con cada dada de alta, ni cada pepa, ni choques eléctricos, ni nada...; el doctor Javier León, amigo y compañero de mi primo José, fue uno de los siquiatras que lidió con mi psiquis. Él me confeso que mi problema no tendría nunca curación. ¡Que alivio! ¡fabuloso estimulo para seguir adelante!... no entiendo si mi vida la compartí con mi enfermedad o si viví atado a una historia desastrosa que me llevo a ser un hijo del desconcierto y la vergüenza.
Mis diez y siete años se inauguraron con el ingreso al servicio militar. Le tenia mucha pereza el tener que convivir con tantos hombres con mis evidentes inclinaciones, me preocupe; además venia de vivir sin ley ni moral, y tener que exponerme con el cumplimiento con una recia disciplina, órdenes, madrugadas, madrazos..., pero fue menos duro de lo que imagine. Las mofas de los compañeros no se hicieron esperar, y los días de adiestramiento en orden cerrado se me volvieron un martirio con tanta jodedera y mamadera de gallo, que desde el sargento hasta los compañeros del pelotón hacían de cualquier cosa que dijera o hiciera. Menos mal que encontré un compañero que compartía mis sentimientos y entre los dos sorteamos esos diez y ocho meses interminables de servicio sufrido a la patria. Nuestra relación estuvo atada a los momentos de soledad, de guardias interminables, de sobresaltos en las noches de vigilancia y sobre todo en ayudarnos a soportar las “calenturas arbitrarias y machistas” de los comandantes de turno, que según su humor del momento, nos trataban a las patadas y hijueputasos. Comportarse como todo un “ soldado macho” en medio de tantos hombres, fue algo complicado. Siempre procure que mis ademanes fueran varoniles y mis miradas no traicionaran mi atracción, pero en ocasiones esto era imposible; gracias a Dios nunca fuimos sorprendidos en tratos íntimos ni maricadas... no quiero ni pensar la furia y sevicia con que la milicia caería sobre nosotros pobres infractores de la “intachable moral militar”. Terminado el servicio militar, volví a casa, quedando en el olvido las intrépidas y peligrosas vivencias con el soldado y el cuartel.
¡Siento ahogo!, hace ocho días el doctor me suspendió los antirretrovirales porque según él, no los estaba tolerando. Me estoy dando cuenta que es demasiado tarde para pretender ganar una batalla que nació perdida. Deje por más de siete años sin tomarlos los medicamentos contra el sida; por un momento pensé que no los necesitaba. Ingenuamente me engañe, durante los doce años transcurridos antes que aparecieran los primeros síntomas de la enfermedad, en donde no sentía ninguna molestia, todos llegamos a pensar que la maldita enfermedad fatal se había desarmado. Tantas plegarias que se elevaron por mi en el grupo de oración de mamá, los rezos de Oliva, aún los que yo mismo hice en las reuniones carismáticas del grupo del barrio, en donde más de una vez, mama insistió en que se me impusieron las manos sanadoras, ¡todo fue inútil!; el destino inexorable de la enfermedad me estaba derrumbando. ¡cuán equivocado estaba!, el vomito, la diarrea, la fiebre y el maldito virus han hecho que en menos de un mes haya perdido diez kilos; estoy acabado... el espejo y mis desnudes no mienten, mis ojos parecen nadar angustiados en sus órbitas agrandadas y los pómulos sobresalen imponentes en mi rostro, ante la pérdida de la última grasa que parece anunciar la caída definitiva... con estos cuarenta y cinco kilos, no se si logre concluir la narración de mi historia, antes que la guadaña asesina mutile lo poco que resta de mí.
En una de mis frecuentes y prolongadas caminatas por entre las calles, conocí a Natalia. Ella era una muchacha, que al igual que yo, vivía en la capital sin ley ni horizontes. No me supo decir cuantos años había vivido en medio de la fantasía suicida de la droga. Lo delgada, y su aspecto triste es lo que recuerdo de ella; charlamos, le narre lo vivido hasta el momento y ella hizo otro tanto. Me gustó, llevaba grabada en su mirada la nostalgia de existir; una noche mientras el crac hacia sus daños, terminamos haciendo el amor sin saber cómo ni de qué manera; fue agradable… ella a la mañana siguiente, me juró que yo era su gran amor, pero en verdad no entendí qué fue lo que paso. Fue mi primera relación sexual con una mujer que pasó fugaz como la brisa; semanas después, nos encontrarnos de nuevo en Unicentro y pasamos divertido pero la cama nunca nos volvió a recibir... aquel lenguaje efímero de la bisexualidad no logre asimilarlo jamás; pero en el cautiverio de la droga, cualquier ilusión tenia cabida en el volátil mundo del deseo. Mi experiencia con Natalia no significo que recibiera jubiloso en mi sexualidad al sexo opuesto, porque no había dejado de ser mi rival no deseado, y no mi “complemento” como mamá y papá lo desearon y predicaron para mí, desde siempre.
Recuerdo con claridad que para Diciembre de 1998, la Defensoría del Pueblo solicitó al programa ETS/VIH del Seguro Social, en donde me trataron desde el comienzo de mi enfermedad, mi resumen de historia clínica; fue el primer tramite de la demanda penal y civil que entablaron en mi contra mamá y papá. Tengo muy presente y grabado el resumen que enviaron los del Seguro Social; al leerlo me resistía a creer que aquel sujeto descrito allí fuese realmente yo. Tenia veinte y nueve años y había ingresado al programa de Sida el 20 de octubre de 1995, cuando me hicieron el fatal diagnóstico. Allí decían que “había sufrido de candidiasis oro esofágica, alteraciones del sueño, síndrome maníaco depresivo, conjuntivitis bacteriana, síndrome de desgaste, fármaco-dependencia activa a múltiples psíco-estimulantes y que había tenido múltiples entradas a clínicas psiquiátricas con sus respectivas formulaciones crónicas de fármacos”. Para completar, decía el informe, que “había tomado muy irregularmente el tratamiento anti- VIH, C-3; asegurando el informe que yo había pasado “sin pena ni gloria” por varias instituciones para el manejo de la fármaco-dependencia como fueron la Casa (1990) , Comunidad terapéutica colombiana (1988), Prometeo ( 1997), Nuevo Hombre (1997)… Uno de mis médicos relató como: “Yo había sido fruto de un hogar desarticulado sin patrones afectivos definidos y donde existieron antecedentes de maltrato desde la temprana infancia de tipo físico y psicológico“; concluyendo que “mis procesos de identidad recibidos por mi padre y mi madre fueron inadecuados y fueron vividos como abandono afectivo y de privación”. Me siento cada vez más desolado y abatido...en mi partida sabiendo que ya nada puedo hacer, mucho menos dar paso atrás y cambiar… el documento continuaba rezando que “mi proceso escolar se caracterizaba por franca inestabilidad en la permanencia en los centros educativos, de donde cambié frecuentemente siendo echado por conductas, agresivas y destructivas”. En algún momento comente, sin recordar los detalles, como había adquirido mi titulo de bachiller en forma fraudulenta y oscura. El informe de la Historia clínica terminaba asegurando que “mi conducta frente a la familia, el colegio, las instituciones y la sociedad eran de rebeldía y de no aceptar normas ni imposiciones”. Hasta razón tendría, ya que desde muy chico sentí una rebeldía crónica frente todo lo que me ofrecía este mundo al que nunca deseé, ni quise pertenecer... como si lo afirmado fuese poco, el escrito confirmaba que desde “los cuatro año s había sido abusado y maltratado en varias ocasiones, por personas abusadoras del mismo círculo social de papá”; ¡qué destino tan perverso el haber tenido un padre alcohólico!, que compartió conmigo el maldito licor desde cuando tan sólo yo tenía seis años de edad.
Hay algo que he arrastrado con un remordimiento inmedible, y fueron los episodios de relaciones engañosas y crueles que propicié a compañeros jóvenes, en los primeros meses en que me enteré que había sido contagiado con el Sida. ¡Fue horrendo!...me moriré sin entender cómo pude albergar, en aquellos instantes, tan perversos sentimientos; estaba desquiciado o quizás, la droga asesinaba lentamente mi conciencia, todo. Algo me trató de explicar un siquiatra, de mi aberrante conducta, diciéndome que yo proyecté en esos infames actos una especie de “venganza” contra la sociedad, por los abusos y maltratos sufridos en mi niñez. No sé, si es verdad o no; hoy siento que daría todo por poder borrar del pasado aquellas pesadillas en que oculte mi condición de transmisor de sida a mis contactos sexuales, y del peligro a que estarían expuestos al tener relaciones sin las debidas medidas de protección. Reconozco que la ira y el odio a todo, me esclavizaron cruelmente en los primeros años de mi enfermedad. Pero, después que terminó mi única y verdadera relación de amor con Juan Carlos, me volví responsable de mi enfermedad y nunca volví a intimidar con nadie. Me mortifica llevarme la incertidumbre de no saber si enfermaron o no. Lo lamento¡, donde quiera que estén sépanlo que lo siento de verdad! y pido su perdón. En esta partida definitiva no hay lugar alguno que resguarde la mentira, sólo la verdad me acompañara como testigo ante el Señor.
Mi triste historia clínica terminó en las manos de la Comisaría Primera de Familia, por petición de la Defensoría del Pueblo, declarando los siguientes diagnósticos finales: “Infección VIH C3, fármaco-dependencia, trastorno de personalidad y síndrome mental orgánico. Le acompañaban los otros diagnósticos dados por el servicio de psiquiatría del Hospital San Ignacio de Bogotá y del Hospital mental de Antioquia, quienes reiteraban el trastorno afectivo bipolar y la personalidad borderline. El médico quiso dejar constancia que yo había irrespetado y transgredido todos los puntos del contrato terapéutico, y que mi actividad perturbadora en el centro de atención de la calle 62 N 15-51, había sobrepasado las más elementales normas de una atención normal, al atentar contra la integridad de los profesionales que allí laboraban; relatando los bochornosos episodios que protagonice un par de veces, cuando con una jeringa en mano, amenace con “pincharlos” , diciéndoles que pretendía contagiarlos con el HIV, al personal del centro de salud. Recuerdo la cara de pánico con que corrían despavoridas las enfermeras, médicos y hasta los pacientes, al verme vociferando yendo tras de ellos amenazándolos con “chuzarlos”, sin que las victimas se percataran que las “ajugas agresoras” las acababa de obtener de su empaque estéril, siendo inocuas e inofensivas como para ocasionar ¡semejante caos! al huir entre gritos de auxilio, llenando de estupor el recinto sanitario.
Hoy trato de comprender, cómo mamá soportando hasta lo imposible, solicitó la medida de protección policiva contra mi; esta fue radicada el 20 de enero de 1999, poniendo en conocimiento la violencia intrafamiliar que yo ejercía sobre ella. Se quejó ante el comisario de familia como yo no solamente la había sacado de su propia casa, sino que la maltrataba y agredía. Para esa Navidad mi pobre madre llevaba tres meses fuera de su casa sin que yo la dejara entrar en ella, habiéndole robado el poco dinero que le quedaba; le impedía cruelmente que usara su propia ropa… ¡Pobre mujer!, ante el juez le confeso sollozando el terrible miedo que sentía por mi. ¡Cuánta locura despiadada se agitaba en mi ser!; ni sus llantos, ni mis insultos hacían que mis acciones contra mamá se detuvieran y tomara conciencia de la inmensa desgracia que le proporcionaba al ser que me brindo su vida con todo el amor…y que irónicamente, yo más ame en toda mi desastrosa existencia… Ahora me sorprendo de las tantos desaciertos y atropellos que le cometí a mi viejita. Recuerdo como aloje algunos “desechables” y drogadictos conocidos para que vivieran unos días conmigo, en nuestro apartamento. Como era de esperarse y sin darme cuenta, aquellos malvados fueron destruyendo nuestro humilde hogar, hasta impregnarlo de fétidos olores que penetraron todos los rincones, haciendo el ambiente nauseabundo e insoportable. Para esos días, mamá me llamaba por teléfono rogándome que la dejase volver a su casa, pero antes sacara a todos esos “vagos”; pero mis respuestas negativas y llenas de palabrotas hirientes terminaron mortificándola y ahondando su tristeza. Una mañana irrumpió la policía y entrando en el apartamento expulso a empujones y amenazas a mis “amigos”. Mamá finalmente, logró regresar a casa, sin que su paz y armonía pudiesen acompañarla...mi demonio interior no dejaba de acosarla; en algunas madrugadas la fastidiaba tanto que en aquella ocasión frente al Juez le dijo que ella sabía que yo la quería enloquecer de tantas cosas absurdas que le decía, le pedía dinero, le quitaba las cobijas en las noches, le abría a la fuerza sus ojos, la sacudía, la insultaba… En una de esas noches tétricas, le prendí fuego a parte de la sala del apartamento. Es el momento en que me pregunto sin comprender cuál fue la fuerza tenebrosa quién gobernaba en esos locos momentos a mi mente enferma.
En ese día de la audiencia, mamá mirando fijamente al suelo como ausente y con voz entrecortada, le relató al comisario como intente asfixiarla arrojándome enzima de su cuerpo y cubriéndola con el pesado colchón de su cama, manteniéndonos encima de ella, por minutos...; alguien o algo me retuvieron para que súbitamente tomara conciencia de la horrenda locura que estaba por perpetrar. ¡Perdóname Dios mío!, ¿hasta dónde llegue con mi enferma condición humana?, sí pude atentar de muerte contra lo más sagrado y valioso que me diste, mi madre…
Sé que mamá sólo pretendió al denunciarme, que la ley me obligara a seguir el tratamiento con la doctora Gómez en la clínica Santo Tomás. El comisario le preguntó si alguien fue testigo de todo lo que ella estaba denunciando; sin titubear dijo que sí, Noemí su amiga y vecina que vivía al frente del apartamento, quien al escuchar los gritos fue a socorrerla llevándosela a su casa. La demanda terminó al preguntarle el jefe de la comisaria, quien conmovido le preguntó a mi madre, “¿qué deseaba que hiciera conmigo?”. Con profunda tristeza mamá le suplicó que “me sacaran del apartamento, me dieran tratamiento en una clínica para que así pudiera curarme”. El tramite de la demanda terminó en audiencia pública, siendo dictado el fallo por la Juez Cuarta de familia, en abril 16 de 1999: “la demandante: Gloria Irene Rodríguez de Alemán y el demandado: Guillermo Alemán Rodríguez; determino… A pesar de la gravedad de las imputaciones sobre mi, la Juez propuso una audiencia de Conciliación; en la cual días después, se declaró “fracasada en razón al estado de agresividad en que se presentó el demandado“. Así rezaba el acta. Para esa famosa audiencia me encontraba en medio de fuegos de sentimientos encontrados y punitivos; la justicia me tenía en la mira, mis padres me trataron como un reo juzgado y culpable y mi conciencia me impugnaba... todo lo allí dicho fue veraz y mamá no mintió en lo declarado en mi contra. Fui un reo culpable. Hoy, en mi partida hacia el descanso, creo haber sido un “sentenciado a medias”, porque la vida siempre me llevo a ser un mal nacido, al privarme de la “materia prima” indispensable para ser un buen hombre, un correcto ciudadano, un hijo normal...; eso sentí en esos momentos y quizás por eso putié y mande a la mierda a todo aquel que me topara en mi camino. Ordenaron sacarme del juzgado y dos camajanes vestidos de policías me agarraron como si fuese un bulto y a empellones terminé en una celda. Horas después fui llevado por “enésima” vez a la clínica de neuropsiquiatría Santo Tomás. De aquel descalabro de audiencia quedaron solamente las sentencias: “abstenerse de realizar las conductas objeto de la queja de la víctima, ordenar protección especial a la señora Gloria, obligar al señor Guillermo a un tratamiento reeducativo y terapéutico a su costa…compulsar copia a la Fiscalía General de la Nación, Unidad de Vida e Integración Personal…”
Los vecinos en la cuadra de Usaquén terminaron por saturarse de mis frecuentes escándalos y situaciones bochornosas, y no aguantaron más protestando enérgicamente por mis conductas, ante diversos medios de comunicación; así, varias cartas fueron enviadas al programa de la Luciérnaga, a la mesa de trabajo de radio RCN, a la sección Bogotá del Tiempo, en donde me denunciaron como un “muchacho al parecer loco” que desde el quinto piso de su apartamento lanzaba materas, vidrios y diversos objetos a los transeúntes de la calle 119 A. El fastidio social que les genere ¡fue demasiado!. En esos lamentables acontecimientos, fui para mi sociedad un delincuente loco que no merecía sino estar recluido en la cárcel o en un hospital psiquiátrico. ¡Cuánto lamento! que durante buena parte de mi paso por esta vida cruel, mancillé el sentir y la paz de la gente que atropelle en mi torpe caminar; quiero pedirles perdón; si ahora pudiese verlos de alguna manera, tan solo les diría: perdónenme, lo lamento; y los invitaría a que mi vida les pudiera servir al menos, de una breve auto-reflexión al mirarse así mismos y pudieran concientizarse y cuestionarse de qué tanta participación, por su puesto involuntaria e inconsciente, tuvieron cada uno de ellos, en que personas como yo hubiésemos caído tan hondo y oscuro... quizás si participaron en algún grado de corresponsabilidad con su intolerancia, con su discriminación sistemática, con su rechazo, con el marginamiento que propiciaron al cruzarse en sus vidas con seres como yo; quizás catalogaron de “bueno” lo venido de ellos y de “censurable” lo nacido de personas limitados de amor similares a mí. Creo, sin que sea excusa o justificación de mis errores, que esta sociedad en la que vivimos, se equivocó en su forma de legislar y de imponer su “verdad”, con seres como yo frente a su realidad de vida y los reales orígenes causantes de su tragedia existencial; hasta los impersonales y distantes tratamientos médicos, las discriminaciones sociales y las excluyentes normas legales... hicieron que “la enfermedad social y mental” que he sufrido, fueron sencillamente una más que se sumaron como meras manifestaciones y frutos malditos, reflejos del deteriorado y equivocado desarrollo que hemos padecido en esta sociedad enfermiza y corrupta. Nosotros somos el producto de errores concebidos y anidados en comunidades egoístas y miopes, que solamente pusieron su fervor y pasión a lo rotulado como “normal”, y estigmatizaron como “malo o anormal” lo nacido de seres minoritarios que recorrimos la vida mendigando comprensión y amor entre las extravagancias y los cueles vicios.
Esta fiebre devastadora me trae fantasmas del pasado que invaden mi mente evocando mis nocivos recuerdos; la mayoría de ellos vienen cubiertos de atuendos negros que escasamente insinúan sus miradas taciturnas, ¿cuántos de ellos son almas que deambularon por la vida al lado de la mía?, ¿cuántos fueron victimas de mi loca pasión?, muchos y lo lamento tanto.
Juan Carlos llegó a mi vida en el momento preciso y salvador... en los años anteriores había caído en brazos de varios tipos gays que solo me ofrecieron amores fugaces y peligrosos; como el depravado y adinerado político que me arrendó un apartamento, chantajeándome con obsequios efímeros como ropa, trago, drogas… venía a visitarme de vez en cuando, y como a una puta, me tiraba el dinero para que pagara los servicios y tuviera algo de comer. Pero gracias a Dios, Juan me rescató de la prostitución. Fue un muchacho de buena familia, estudiante universitario, sencillo y alegre; nos conocimos en una cafetería en el centro de la ciudad, y desde el primer día despertó en mi una pasión tan inmensa como nunca antes experimente por nadie. Él no tenía ademanes raros de marica y siempre fue visto como todo un varón en donde se relacionara. Desde un comienzo trató de evitar que yo lo acompañara a su casa y conociera la familia, seguramente por mi afeminamiento que le molestaba y lo ponía en evidencia ante los suyos, ya que para ese entonces él no había salido del closet. Yo trataba de comportarme como él deseaba y creo haberlo complacido en muchas oportunidades. Al año de tratarnos como novios nos fuimos a vivir juntos a un apartamento en renta, en la Colina Campestre; pequeño pero muy bonito, y lo adecuamos de la mejor manera posible, procurando que él encontrara la mayor paz y confort posibles. Me gastaba los días, limpiando el apartamento y preparando los alimentos para cuando él llegara cansado de la universidad, pudiese atenderlo y brindarle un lugar cómodo para sus largas horas de estudio. Así, en medio de una relativa calma, transcurrieron los meses hasta que mis absurdas e injustificadas escenas de celos, que cada vez con más frecuencia y agresividad le proporcionaba, fueron logrando que nuestra convivencia se deteriorara paulatinamente, a causa de los repetitivos conflictos que terminaron instalándose y destruyendo nuestra cotidianidad. Durante siete años convivimos como pareja, en donde yo hacía de “mujer” la mayoría de las veces, tanto en nuestra vida sexual como en los quehaceres del hogar. Sé que fui responsable del aumento absurdo y dañino de los episodios agresivos, en donde furibundo arremetía contra Juan con lo que se me atravesara por mis manos, cuchillos, palos, platos… En más de una ocasión salió golpeado y maltrecho del apartamento, en busca de mi primo José, para que le atendiera las heridas y golpes que yo le había producido con mis violentos ataques de histeria. En los últimos dos a tres años de esa mal llamada convivencia de pareja, quizás recaí en episodios maníacos causantes y detonantes de mis agresiones y maltrato para con el tolerante de mi Juan, a quien le toco lidiarme pacientemente en mis crueles momentos de descontrol y locura... hoy al finalizar mi camino, entiendo como fui matando su amor descomunal y maravilloso que siempre intentó regalarme cuando más lo necesite. Fueron varios los injustos enjuiciamientos en que atribuí a mi Juan; cuando en el Seguro Social me diagnosticaron que era portador del HIV, fue a él a quien injustamente culpe de mi desgracia, creyéndolo responsable de mi letal contagio, por andar puteando en la calle sin ton ni son. Lo negó con vehemencia una y otra vez, y mi incredulidad me llevo a obligarlo ha realizarse el examen para el sida, el cual como era de esperarse, resultó negativo. Con su partida logré por fin, aceptar que el responsable de mi enfermedad no había sido Juan, sino la promiscuidad engañosa que por tanto tiempo practique en la clandestinidad de mi desenfrenada lujuria. Después de que el médico del Seguro Social nos confirmó mi infame enfermedad, las relaciones sexuales con Juan se fueron deteriorando tornándose ansiosas y frías, a pesar de protegernos cuidadosamente con condones y demás medidas recomendadas por el médico. Poco a poco, mi corazón intuyó que él había perdido la paz y la seguridad al vivir nuestra intimidad. Ahora comprendo su azaroso sentir con el falso chismoseo popular de ese tiempo, de las falsas fantasías sobre las múltiples y estúpidas maneras de contraer la enfermedad maldita, la ruptura del preservativo, una herida, la saliva, en fin… eso terminó provocando un sin número de contenidos sádicos y crueles en las relaciones sexuales, que sin ser consientes, fueron dando sepultura al único y verdadero amor de mi vida. Tengo muy vivo el momento en que mi primo médico, en una de mis crisis de celos que terminaron, en el hospital mental y Juan en el servicio de urgencias; me confesó cómo mi compañero de vida desesperado del dolor causado con mi absurda agresión, había decidido abandonarme durante mi reclusión hospitalaria, partiendo de una vez por todas, a los Estados Unidos. ¡Nunca! volví a saber de él; por meses esperé infructuosamente una noticia, una llamada, su partida había sido definitiva...; no pudo más con mi paranoia, las agresiones físicas, emocionales y sobre todo, las fallidas promesas de cambiar… Estoy seguro que sí mis comportamientos estúpidos los hubiera evitado en su momento, Juan hoy estaría acompañándome, dándome fuerzas, en este frio lecho en donde estoy atravesando la última y definitiva puerta que me conduce al juicio frente a Jesús. Su huida me dejó la mayor depresión que recuerdo haber vivido; y la soledad desnuda me embargó tomando posesión de mi...
Al ser dado de alta de la clínica Santo Tomas, deambule como anestesiado sin rumbo ni norte, por las calles indiferentes de la capital, como mendigo añorante de un poco de afecto y de respuestas a mi caótica existencia.
No recuerdo cómo termine viviendo en la “calle del cartucho” en el centro de Bogotá. Creo que muy poca gente puede entender lo cruel e inhumano que es vivir en aquel inicuo lugar en medio de la miseria total, compartiendo con drogadictos, enajenados mentales, ladronzuelos… por dos años interminables conviví hacinado con la escoria humana, de la cual yo hice parte real. Al llegar la noche, cada uno de sus huéspedes procuraba encontrar un rincón protegido de lo que fuese, a lo largo de la terrorífica calle; cuando se estaba de suerte, se encontraba un sitio cubierto, sin tener que disputarlo con alguien que como yo sólo quería protegerse de algo de la lluvia, el frío y el abandono de todo... Toda la calle era un retrete, la mierda y los orines lo impregnaban todo hasta los zapatos rotos de los muchos que allí cohabitábamos; los primeros días ese olor hediendo y omnipresente me era insoportable a todo momento, pero con el tiempo terminé tolerando aquel ambiente único, que compartí en aquellos dos años inmisericordes. El sentido de solidaridad que aprendí en el cartucho fue realmente impactante, enriquecedor; todos compartíamos en la medida que podíamos lo poquito que habíamos logrado conseguir en el día, recados de comida, migajas, bazuco, marihuana, pepas, aguardiente, cerveza y un sin fin de productos que habían sido mendigados o robados durante nuestra sin igual vida. Nadie tenía un trabajo formal; unos cuantos recogían basura intentando formar una especie de microempresa de reciclaje. Ninguno de mis compañeros de infortunio, convivía con la familia en el “Cartucho”; la mayoría habían llegado allí halados de las pérfidas drogas, del alcohol, o huyendo de la justicia por cualquier delito cometido; pero sobre todo, cargando en los corazones, historias y problemas inverosímiles heredados sabe Dios de quién , ni de dónde... La muerte solía dormitar a nuestro lado como un carnal no invitado, despertándonos con el anuncio de algún compañero que partió fatigado de ser. Sí, algunos cansados hasta el extremo por intentar sobrevivir, cuando la desnutrición, el hambre, las drogas o el alcohol se aliaban en macabra alianza para cercenarles la frágil vida a los seres que no clasificaron a merecer el apellido de “humanos”... En aquella infame calle cohabitábamos seres en donde la enfermedad mental y las adicciones cómplices se amangualaban con la miseria y la obtusa censura de una sociedad miope, que en cuanto aparecía la oportunidad “aplicaba la rigurosa ley”, sobre ciudadanos condenados desde siempre la marginalidad y la apatía ciudadana los desahucia en vida.
Siento que suavemente me aprieta la mano... Myriam, mi ultima enfermera cuidadora en este partir… permanece alerta de mis postreras necesidades, el funcionamiento de la cánula de oxígeno que mi cuerpo requiere ansioso. En medio del letargo que me ausenta por instantes, la escucho hablarme de tranquilidad, de cosas que ya mi cerebro poco se percata, ni desea entender.
Sin cesar, como en una pesadilla, continúan abordando atropelladamente a mi mente las vivencias pasadas...; la cruel silueta del “Cartucho” se insinúa. Es imposible para mi entender el sentido de lo vivido en aquella calle fatal. ¿Cómo pudimos vivir bajo un mismo cielo, seres en condiciones de extrema miseria, mientras que a unos pocos kilómetros, la alta sociedad “desfallecía” de risa, vino y abundancia? ; ¿cómo la ciudad se llena de luces festivas en bares, clubes y restaurantes los viernes en la noche, mientras que a unas cuantas cuadras, nosotros tratamos de apaciguar el hambre con escasos bocados y con los harapos húmedos, protegernos del viento frío que distrae el descanso en la madrugada?. Sintiendo los asechos de la parca, aún no comprendo el porqué de tantos contrastes y desigualdades en nuestra sociedad. Me iré sin lograr aceptar, cómo pueden descansar en paz los ciudadanos afortunados de poseer los bienes terrenales, mientras en su misma ciudad, bajo las mismas leyes, derechos y deberes, en cada noche millones de personas en el mundo, parecen agonizar con cada crepúsculo por falta de alimento, calor y compañía… al final, todo termina desvaneciéndose entre el bullicio frenético de la noche, que con el arribo de cada amanecer, se resigna a seguir compartiendo el lecho de asfalto, con el abandono y el olvido, mis fieles amantes.
“¡Ay viene la tomba! ”, la voz de alerta que con alguna frecuencia volaba por la calle llenándonos de pánico; rápidamente algunos compañeros podían salir corriendo en estampida, pero los enfermos, discapacitados o distraídos eran aprehendidos por la policía como si fuesen bandidos. Cuando “la redada había sido exitosa”, eran sometidos al mismo interrogatorio acostumbrado, con la odiosa revisión de los “papeles“, que como era de suponerse, la mayoría carecía desde siempre de los putos documentos. La subida a la volqueta de la poli se convirtió en todo un ritual, conocido por todos para querer “llorar o madrear”.
A los dos a tres días, volvían los desgraciados que habían sido “encanados“ para continuar con su triste vida. Regresaban a los andenes con la cabeza rapada y la consecuente muerte de las liendres y piojos, comensales amañados en sus acartonadas cabelleras. Ni recordar los maltratos y abusos… parecían haberse oficializado como acompañantes “legalmente incorporados” al trato policivo. ¿Cómo logre vivir en esa cloaca humana?. Hoy trato de entender el porqué llegue a ese inicuo lugar. Aquellas tétricas calles fueron las únicas de la gran ciudad, que acogían sin preguntas ni condiciones a los vencidos, a los rechazados, a la escoria de los vivos y a los depositarios de las migajas de amor. Arribaban también a ese lugar aquellos a los que la naturaleza les había jugado una charada mezquina en salud, en inteligencia, en afecto..., los que queriendo evadir el olvido triste, se toparon la droga maldita y el alcohol arrastrándolos en falsas embarcaciones, hacia destinos fantasiosos, ignorando la guía del faro vigilante cuyo destello se extravió en la tormenta violenta e incomprensible de la vida. Sí, siempre intuimos que eran soluciones equívocas pero necesarias para tomar un aire, tratar de levantarse y cojeando intentar continuar el arduo camino por el que nunca quisimos deambular. En aquella maldita calle, sufríamos entre lamentaciones silenciosas, la enfermedad crónica de esta sociedad malnacida que finge ignorar que padece una herida letal que la conducirá inexorablemente, a la crisis del cambio doloroso; por ser responsable del contagio de la pobreza que infesta a tantos caminantes carentes de lo básico para sobrevivir dignamente...; mi gente, los ciudadanos de este Bogotá, aún no han comprendido que uno de sus órganos vitales, los pobres y más vulnerables, estamos lesionados para continuar subsistiendo. Su deber humano y solidario está en sanarnos para vivir en armonía social y verdadero bienestar patrio. Mientras el sentir nacional arrastre indiferente con nuestro lastre, difícilmente seremos una nación justa y equitativa, ni desarrollada, y mucho menos feliz…
Mamá, en las últimos días, permanece sentada en el orillo de la cama, con su mirada perdida y ausente. Pido al Señor que su conciencia no le alcance para darse cuenta de mi padecimiento. Oliva, Beatriz, la prima Olga, mis primos José y Milton Aurelio han venido a visitarme. Al saludar a mamá, casi entre susurros, para que no me enterare, mi viejita les recita consternada múltiples quejas: que yo le he gritado con groserías, que la trato mal, que le grite hijueputa y no sé qué cosas más. Si supiera que ya no tengo ni fuerzas para hacerlo; creo comprenderla que por momentos se transporta al pasado buscando refugio y quizás huyéndole al aquí y ahora, que día a día se torna más agresivo e indolente. Finalmente, comprendí y agradezco a mi Señor, su protección permitiendo la desconexión prematura de su mente de esta realidad cruel…
Hoy, como siempre disfruté de la presencia de Oliva. Ella fue un ángel que la misericordia me envió en aquel atrio de la iglesia de Normandía. Serían los inicios de los años 90, cuando lucía como el más triste pordiosero que en medio de la fiebre y una gripa terrible, pedía ayuda en ese barrio de la ciudad. Recuerdo que se sentó en el andén y conversamos por largo tiempo. Me dio unos cuantos pesos invitándome a su casa para calmar el hambre visible en todo mi cuerpo. Así nació una amistad que ha durado los últimos ocho años de mí vida. Improviso un sanduche de jamón con gaseosa. Al día siguiente, me recibió con una deliciosa y abundante comida cargada de afecto y bondad, que nacieron como mis acompañantes permanentes. Ingrese a Fundavis por ayuda de quien comenzaba a convertirse en mi verdadero ángel guardián. Una fundación que asistía a drogadictos y mendigos. Semanas después me enteré que Olivia había pagado mi atención por seis meses. Me cuidaron muy bien; recibí charlas, consejos y hasta en un par de meses mi peso y estado nutricional de nuevo se habían estabilizado. Aún hoy no me explico porqué tendía compulsivamente a estar en la calle. Una mañana cansado quizás de tantas cuidados, retorné al asfalto. Mientras estuve en Fundavis, recuerdo que en ocasiones me escapaba en las noches, y caminaba errante sin rumbo ni destino, llegando exhausto del rápido caminar y de mi mente recorrida por pensamientos sin fin. Mi historia inexorablemente se repetía… tiempo después, semanas quizás, recaí en medio de mis intensas andanzas callejeras, llegando esta vez una de las casas hogar de Juan Rey, un personaje maravilloso y carismático quien enseguida me acogió con el amor que siempre repartía entre los pobres y necesitados que golpeaban a su puerta. Desde mi nuevo hogar de paso, Olivia continuaba llevándome periódicamente a mis controles de VIH en el Seguro. Algo recuerdo entre tantas oscuridades que acompañan mi mente; me permitió quedarme en su casa, cuando su hijo viajó a Centroamérica a realizar unos estudios de no sé que cosa. Allí viví muchos momentos en paz al sentirme un miembro más de familia; En medio de idas y venidas de su casa a los hogares de ayuda, pude soportar unos cinco años de mi vida.
Juan Rey es uno de esos seres que nació y vivió para amar. Siendo muy joven fundó una especie de comunidad religiosa que solamente pretendía entregar sus vidas al servicio de los más necesitados. En la sede de Usaquén me llenaron de atenciones y misericordia. Fueron días en donde despertaba en un “oasis salvador”. ¿Porqué no podía re enrumbar mi sendero equivocado, si lo deseaba?; algo en mi fue más fuerte y inamovible que todo lo que me daban de apoyo para salirme de esta fatal existencia… ¿qué me falto? Creo que ya no lo sabré… después de haberme encontrado con tanta gente buena en mi camino, creo que Juan Rey es un digno ejemplo de la santidad del siglo XXI. No será uno de esos santos de la historia de la iglesia que hacían milagros y levitaban. Él sólo ha amado toda su vida a los necesitados y sedientos de amor, como soy yo.
Con el paso de los meses terminé sintiéndome asfixiado al ver que yo continuaba en el mismo estado, sin cambios en el sentido de mi vida. No importaba el esfuerzo que hiciese, ni el tratar de seguir los consejos que nunca me faltaron por doquier. Me sentía el mismo, con iguales pulsiones y deseos; nunca entendí en qué consistía y cuál debía ser un resultado efectivo y válido de mis tratamientos en las clínicas siquiátricas, ni de las largas estancias por lugares de ayuda como la del hermano Rey.
Al amanecer, en medio de la fiebre y la zozobra, quizás deliraba al recordar como en el parque Santander, tuve a la policía detrás de mí por varios días. En una de mis “patoneadas” por la ciudad, en la calle diez y nueve, tarde de la noche, me cruce con una puta que en ese momento, más que pretender conseguir clientes pedía ser ayudada. Tenía dos hijos, uno de ellos padecía de una enfermedad la cual ameritaba de una cirugía urgente, me comentó entre sollozos; conmovido por su dolor que superaba lejos el mío decidí vender mi única posesión de valor que había heredado de mi padre, un juego de ollas americano que Guillermo Alemán había traído de los EE.UU.
La poli no dejó de joderme por los ofrecimientos que les hacia a los transeúntes que me cruzaba en pleno centro de la ciudad. Bueno me imagino que mi vestimenta irritaba la “pulcritud de la autoridad” y por ello no dejaban de amenazarme y hostigarme, si continuaba vendiendo las ollas. ¡Pobres cretinos!, como ovejas solo cumplían con su deber, no les importó el motivo de la venta, ni sí el objetivo final fuese bueno o malo. Eso era irrelevante, ¡Así es la ley!; lo que cuenta es hacerla cumplir sin importar la frustración de la gente o sí se le vulnera el sagrado principio de ser solidario con el otro, con el más necesitado… al final me dieron unos cuantos pesos que le entregue a aquella madre triste. Nunca supe que pasó con la cirugía de su hijo; un par de veces pasé por el burdel pero ninguna de sus compañeras me dio razón alguna. Con su triste vida pude entender cómo existía mucha gente en el mundo con problemas muy grandes y realmente importantes, mil veces mayores a los que yo en ese momento yo vivía. Mucho me dejó pensando esa hija de Dios, al tener que trabajar vendiendo su cuerpo por miserables cincuenta mil pesos, para tratar de mantener su hogar abandonado por un “macho” que después de saciar sus instintos, en la primera discusión conyugal, abandonó su familia.
¡Me muero!, qué más da… en este triste quinto piso espero la muerte en compañía de mamá, la enfermera y mis recuerdos… de nada sirve que el mundo sepa que me voy, sé que poco y nada le importa que exista o que me vaya; en definitiva, solamente problemas le cause. Pero ¿porqué putas tiene que ser así?, de algún modo de algo le debió servir a la humanidad que un ser como yo, haya pisoteado sus entrañas… la cagué mientras viví, pero del estiércol de los animales sale un buen abono. ¿Mi vida si dejará algo, fuera del alivio para todos?; no lo sé ni me debiera de importar. Quizás los intentos de acabar con mi vida, a alguien le enseñó el valor de lo que tenía en sus manos y tal vez no se había percatado. ¿O las veces que vestido de mujer, escandalicé a tantos, quizás les permitió darse cuenta del valor y la responsabilidad de su propia sexualidad?; ¿o talvez maltratar a mamá le ayudó a refugiarse prematuramente en su enfermedad y así liberarse de tanto dolor?...; ya no tengo tiempo ni cabeza para encontrar respuestas.
¡Dios, sé que existes, perdóname! por el dolor causado a esos niños, me arrepiento en lo más profundo de mi intimidad e imploro tu perdón!; fui un desquiciado y ellos fueron inocentes víctimas de la bestia que ha vivido por momentos locos dentro de mi, llevando mi existencia por senderos oscuros y perversos; pude dominarla en ocasiones, posiblemente fue por tu ayuda, Señor. Hoy, que me estoy muriendo, lamento que nunca serán suficientes los instantes lúcidos y de arrepentimiento que me has regalado, para tratar de reparar en algo, el daño que les causé. Es tarde… ¡Creo que así no podré continuar!. Las fuerzas de mis delgados músculos ya no soportan estos huesos que se dibujan por todo mi cuerpo. Me ahogo… el oxígeno algo sirve pero a cada instante siento que escasea, que me hace falta. La noche se torna más sombría, solitaria, fúnebre... Trato de dormitar y el estupor y la fiebre me irritan; al abrir de nuevo mis ojos se encuentran con los de Myriam que sin parpadear, me miran y acercándome su mano tibia, intenta que me vuelva a dormir.
¡Por Dios!, nada que amanece. Pareciera que muchos los seres con los que alguna vez trate, están aquí mirándome y preguntándose ¡porqué diablos! me les crucé en su camino; presiento que esperan ansiosos presenciar mi juicio final, para atestiguar en mi contra… tendrán sus razones. Veo uno que otro, que reflejan en sus ojos, algo de compasión y lástima. Oliva, Beatriz, Irene, mi primo José, la doctora, la sicóloga… y alguien más. Jesús, gracias por ellos, tu sabes que en la escena de la vida los auténticos actores son pocos, sin importar si son buenos o malos, para los muchos espectadores.
Tengo miedo de encontrarme con Él, mi único y definitivo juez. Sé que en pocas horas estaremos frente a frente, espero que no me reciba acompañado de las interminables barbaridades con que “aboné” mi vida, estaría perdido… Sin embargo, en mis dormitadas de pesadillas sin fin, pasa por mi mente la certeza que Él es el Amor y dió su vida por mi. ¡Jesús, aquí estoy vuelto una mierda! suplicandote que tus brazos generosos de perdón me abracen;¡por favor, no me ignores soy un hijo miserable, mi Señor!
Sé que ésta noche partiré. Ya no puedo más… ¡muerte te demoraste en llegar! y te he aguardado ansioso desde hace doce años, cuando supe que tenía esta enfermedad mortal. Desde entonces, presiento tu vivir en mi camino, lo que no entiendo es porqué tardaste tanto tiempo en acercarte; ciertamente, no fue tu generosidad quien permitió que mi existencia viviera en condiciones tan difíciles e irrecuperables, ¿ quizás fui tan insignificante para ti, que con facilidad me olvidabas por estar mutilando otras vidas?. ¡Escúchame!, nunca estaré preparado para unirme a ti… pero estoy cansado, sin fuerzas ni motivos para seguir adelante. ¡Myriam, qué pasa por Dios, ni con el oxígeno puedo respirar! Éste estupor penetrante quiere acabarme. El corazón que latía tan rápido dejándose sentir hasta en mis sienes, cada momento que pasa se hace más tenue, pareciera que con su adormecimiento estuviera abandonando mi pecho queriendo robarse mi dolor para siempre... tenuemente siento sus manos que aprietan las mías; quisiera agarrarme a ella con las últimas fuerzas que mis brazos pudiesen dar. ¡Señor me muero, recíbeme, perdóname, perdóname… somnoliento me sumerjo en una soledad cálida, silente y sin limites, ni sonidos, ni dolor, esperando algo… mientras me alejo al abandonar la cama húmeda, mis huesos son testigos tan sólo del silencio de mi aliento…
Guillermo murió aquel amanecer de Junio.
Ayer, después de siete meses de su muerte, sus cenizas aún permanecen en una bolsa plástica en un rincón del parqueadero familiar, esperando ser arrojadas al río Teusacá…